"No existimos, ¿te das cuenta? Y ese mismo detalle es el que nos obliga a hacerlo. Somos la negación, cada ser del universo lo es, la no creación de la que nació todo lo demás. Somos la metralla de la gran explosión. Formamos parte de una onda expansiva que surca el infinito. Es así".
El infierno. Eso es, ni más ni menos, lo que esconde Efialtes, novela del escritor manchego Daniel Aragonés publicada recientemente bajo el auspicio de Ediciones El Transbordador. Un infierno que sustituye el lago de fuego por un teatro. Un infierno en el que los demonios tienen forma de cuatro diablesas. Un infierno en el que el Diablo es una Bestia. Con tal escenografía, Aragonés redibuja un averno interior, muy personal, en el que cualquiera puede caer.
La novela empieza en ese teatro, con el protagonista, un personaje llamado Danilo Argento, atado a una silla con los labios cosidos y siendo obligado a presenciar todo tipo de horrores en el escenario. Ahí es donde el autor nos gana para la causa o bien nos pierde —depende de cada lector—, al apostar fuerte desde el principio dejando claro que su prosa no es, en absoluto, complaciente. La inmersiva primera persona en que está narrada la novela, sumada a las contundentes frases cortas que se suceden sin respiro, no dan lugar a la vacilación. O estamos dentro o no. A partir de ese arranque se desarrolla una trama ambigua, surrealista, extraña y subyugante, en la que nos convertimos en el personaje principal mientras tratamos de dirimir si lo que nos acontece es real o no. Aragonés nos muestra a un protagonista que es incapaz de hacer frente a lo que le sucede, estando sumido en un coma —ya sea real o imaginado— y durante algunos tramos ni siquiera pudiendo mover su propio cuerpo. Sin embargo, en contraposición a toda esa indefensión, se le otorga el don de ver el interior de otras personas, y de empujarlas a la locura a través de los sueños. Es decir, casi lo mismo que le sucede a él en el teatro. Por tanto, el protagonista es al mismo tiempo víctima y verdugo, en una visión amplia y múltiple de la personalidad del individuo.
Sobre todo, estamos ante una historia cruda, agresiva y violenta que no conoce las concesiones sino que te reta continuamente a aguantarle la mirada. Porque el autor hace desfilar ante nuestros ojos una galería de atrocidades que en ocasiones pondrán a prueba nuestro estómago. Ojo, que nadie se equivoque, no es esta una obra que busque la provocación vacua, sino que bajo las capas de sangre e indecencia guarda un mensaje profundo y desencantado sobre nuestra sociedad.
«Efialtes» es como si Dante se hubiera explayado al relatar el pasaje del conde Ugolino, con un Daniel Aragonés siempre yendo un paso más allá ¿o tal vez más acá? La novela me parece todo un tratado sobre la imaginación, un manual que nos insta a abandonar nuestra vida real y rutinaria y abrazar nuestros sueños. Sé que esto que digo parece definir cualquier libro de autoayuda de esos que, lejos de ayudarnos, intentan vendernos la moto de la felicidad. Nada más lejos de la realidad. Lo que «Efialtes» contiene en sus vísceras es algo más oscuro, más primigenio, más instintivo. La promesa de la salvación a través de la sangre, en la que casi podría considerarse la creación de una nueva religión, tan terrible como arrebatadora.
Lynch. Barker. Kafka. Adelante, seguro que se os ocurre algún nombre más. Daniel Aragonés aglutina este tipo de influencias, las mastica y regurgita un estilo propio, nuevo y desafiante que se repliega una y otra vez sobre sí mismo en un bucle de diferentes niveles superpuestos. Al final, «Efialtes» es un exorcismo muy necesario en estos tiempos que corren. Y, como todo buen exorcismo que se precie, está lleno de sangre, vómitos, suciedad y evisceraciones. Dejad que suba el telón, si os atrevéis.
Para terminar, un consejo. Puede que algún día despertéis en mitad de la noche, o creáis hacerlo, e intuyáis cuatro formas femeninas en un rincón de la habitación. Puede que esas formas se muevan, y que parezcan generar un sonido extraño y rasposo, como el que producen las prendas de látex. Y puede, solo puede, que sonrían mostrando unos dientes puntiagudos que rasguen la penumbra. Si os pasa, temblad.