Revista Cultura y Ocio
Le voy teniendo un afecto menor a las novedades. Ni tenía antes argumentos exquisitos para disfrutar con ellas ni ahora los tengo para declinarlas. Tengo, en todo caso, vaivenes, una especie de querencia volátil hacia los asuntos que se improvisan, los que gobierna el azar y en los que uno no posee regencia alguna. Me incomodan cosas que antes me entretenían. Me atraen las que en otras ocasiones me enervaban. No poseo una idea exacta sobre si estas apreciaciones mías las comparten otros. Las tengo yo, las acepto como buenamente puedo y me voy acostumbrando, entre la perplejidad y la anuencia, a lo que va saliendo de este giro caprichoso de mis asuntos. K. observa que esa desafección es un indicio de que me hago viejo. Me insinúa chistosamente la posibilidad de que lea El Quijote o de que juegue a la petanca en el parque. Envejecer, le contesto, es un signo de buena salud. Lo de la edad es una estadística, una convención numérica, una manera más de que se nos estabule. Etiquetados, convertidos en cifra, se nos controla mejor. Estamos últimamente al tanto de ese cómputo. Se envejece desde que el aire rasga los primeros pulmones. Todas las horas hieren, pero es la última (ay) la que mata. Los años cumplidos no me pasan factura o no al menos del modo en que debieran hacerlo. Salvo algunos achaques, que tenía también hace dos lustros, se me puede considerar sano. Más que la caída del pelo o que la barba sea blanca (las dos cosas se atienen a la estricta verdad) lo que se me antoja preocupante es esa debilidad mía que consiste en no saber a qué atenerme cuando dispongo de tiempo libre. No tener certezas absolutas sobre en lo que emplear las horas de esparcimiento. Es que yo me esparzo con desperpajo, sin que el veneno del aburrimiento se me envalentone y altere. Ocupo más en decidir qué hacer que en realizar lo que he dispuesto. Esa inconveniencia malogra una felicidad mayor. Ese contratiempo me indispone para acometer con mayor placer las cosas a las que me entrego, que son muchas y a las que confío para (como decía el poeta) elevar la cumbre de los días. Algunas de esas cumbres imponen. De ahí la necesidad de avituallarse bien por ahí adentro, de saber con qué alimentarse y en qué dosis administrar los venenos habituales. Tengo muchos. Los adoro a todos. No estar jamás contento con nada, declinar con poca renuncia lo nuevo, considerar que la rutina (la mía no es en absoluto gris, he aprendido a decorarla) es una casa que me acoge y que aspiro a que me cuide cuando, ya en otra edad, más noble y provecta, encorvado, perdida en parte la memoria y ganado sin adjetivos el descanso, piense en qué gasté los años, cómo merecí el amor de los otros y el mío propio. Sobre todo me fijo en esto último, en si me quiero lo bastante o soy un descuidado conmigo mismo y me desatiendo en cuanto me distraigo. Cuento esto distraídamente, como si fuese de otro de quien cuento y me hubiese arrogado la facultad de mostrarlo al modo en que las narraciones transcurren y hacen personajes y los conducen a su antojadiza manera. En ocasiones, cuando escribo, escindo esa realidad y la hago ficción. Por adiestrarme en la escritura. Por no cejar en su loco empeño.