Cuando yo tan joven como para recitar de memoria la alineación del primer equipo que metió 107 goles en una liga, los pases al portero se pitaban, la pasividad estaba mal vista y cualquier cosa que no fuera dar al balón con la mira en avanzar hacia la portería contraria era de cobardes. Cuando yo era joven, los equipos defensivos no gustaban, y se criticaba a los italianos por ganar a partir de la defensa férrea que habían denominado “catenaccio” (Cerrojo en Italiano). Aquello era cosa de equipos menores, de técnicos mediocres, de jugadores incapaces o infrautilizados. Nosotros eramos de la Quinta del Buitre, de la mano en el pie derecho de Michel, de las fintas y el ojo en la nuca de Martín Vázquez, en fin, de la máquina del tiempo que poseía Butragueño y que hacia que todo se parase cuando entraba con un balón en el área contraria. Hasta los “Ooohs” se congelaban en la garganta.
Yo era joven, y era de ese equipo que, a pesar de ganar cinco ligas consecutivas, jamás ganó la Copa de Europa. Yo era de esos jugadores que cayeron atacando en el Philips Stadium de Eindhoven. Que cayeron eliminados pero jugaron a ganar frente a un PSV que ríete tú del Chelsea de hace unas semanas, y que terminó ganando esa edición de 1988. No ganaron la Copa de Europa, pero me ganaron a mi. No me importa que no ganaran aquella competición. El niño que siempre soy un poco jamás pediría la camiseta del PSV, sino la del 7, la de Emilio, la del Buitre.
Ahora quieren engañarme. Ya no soy joven y quieren venderme una estrella en una camiseta. Ahora se trata no de jugar para ganar, para meter más goles, sino de jugar a que no te la quiten, a tener el balón. Esa es la prioridad. Quieren contarme que esconder el balón al rival y, por tanto, al público, al espectáculo, es jugar bonito. Que no arriesgar para conseguir la victoria es bueno, que mantener el balón en tu poder es ya una victoria. Sobre esto, dos consideraciones. La primera, que ya deportes como el baloncesto o el balonmano tienen reglas que evitan exactamente la misma pasividad en sus encuentros. Reglas que evitan que el atacante se recree en la posesión hasta límites que harían insoportable por aburrido el desarrollo de los partidos. Es curioso que no tengan nada en contra de las defensas férreas y si en contra de los ataques cuya única finalidad es perder tiempo, hurtar segundos o minutos a la verdadera confrontación. Porque en la defensa -y esta es la segunda consideración-, te guste o no, hay honor, pero en la pasividad del ataque sólo hay mezquindad y ganas de no jugar al juego que sea. Porque cuando lo único importante es no perder el balón, el pase, el juego, se transforma en algo egoista. La posesión como fin, no como medio. La posesión no como resultado de atacar más y mejor sino como objetivo prioritario, esperando el fallo del contrario para, por otra parte, obligarle a lo que no hace tu equipo: se valiente tú, arriesga tú, ven a por mi tú. Y si no lo hace, acusarle de ser defensivo, porque no acepta nuestro juego.
Lo siento. No puedo ver en un regate belleza si la finalidad de ese regate es mantener el balón para hacer un pase atrás posteriormente. Para eso me iría a los entrenamientos a ver los rondos. Lo siento, no puedo ver 15 o 16 pases y que el balón no avance más de 6 metros. Lo siento, no puedo ver pases al portero como táctica, antes mantener que arriesgar, antes poseer que atacar.
No, no puedo desear que gane ninguna competición un equipo hecho no por méritos futbolísticos, sino por pertenecer a un grupo, o por no molestar, o por agradar a altos cargos. No, no puedo querer que ganen unos jugadores que no juegan a ganar, sino a no perder. Y ni siquiera a no perder el partido, sino a no perder el balón. Podrán ganar 6 mundiales, 12 eurocopas y ser aclamados por todos. Yo seguiré recordando Eindhoven, yo seguiré siendo de aquellos que perdieron, pero jugaron. Yo seguiré siendo joven y deseando una camiseta de Emilio Butragueño.