El 11 de septiembre de 2001 ETA dejó de ser un grupo terrorista para convertirse en una mafia local que ya no aterrorizaba, sino que asustaba cuando mataba raramente, como algunos insectos, por ejemplo las avispas.
El gran terrorismo fue el de aquellos suicidas de Al-Qaeda lanzados en aviones de pasajeros contra las Torres Gemelas de Nueva York y contra el Pentágono, que mataron a 3.000 personas.
Al desmentir su participación en los atentados a los trenes de Madrid el 11M de 2004, que provocaron 171 muertos y 1.500 heridos, ETA quiso que creyéramos que era incapaz de hacer algo tan tremendo, aunque siempre quedaron sospechas de su colaboración.
Quizás por eso, y desde las Torres Gemelas hasta hoy, sólo se le atribuyen 20 muertos, una media de dos por año en una década.
Visto este dato con perspectiva histórica, ETA demuestra ser un vestigio casi inocuo para un país de 46 millones de habitantes.
Por lo que la gente sabe que el verdadero peligro viene ahora de la lectura salafista del Corán y los Hadizes.
Al-Qaeda anuló a ETA, y este entusiasmo de políticos y periodistas por su tregua definitiva, sin disolución ni entrega de las armas, es una emoción extemporánea, como si todavía estuviéramos en 1980, cuando asesinó a 93 personas.
Últimamente, según Zapatero, ETA atentaba “por accidente”, como cuando voló un parking el 30 de diciembre de 2006 en la T4 de Madrid y mató a dos personas.
Hace meses, Rubalcaba anunciaba que las elecciones del 20N serían las primeras en democracia sin atentados etarras. Ya conocía este semifinal, y debería decirnos por qué.
Las avispas siguen teniendo sus aguijones, mientras Al-Qaeda trata de repetir los 11S y 11M, ante los que los abertzales ya no son nada, ni nadie.
Ahora el Gobierno, este o el siguiente deberá desarmarlos, juzgarlos, y desmantelar sus colmenas emponzoñadas definitiva y radicalmente.
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