[Gran Vía. Miguel Vivo]
Tal día como hoy, un 27 de febrero, hace 35 años, yo estaba, entrada la tarde, apostado en la barra del Bar Internacional, en plena Gran Vía de Murcia, dispuesto a cubrir un tramo de la manifestación contra el golpe del 23-F y por las libertades que, a la misma hora, se celebró en todas las capitales españolas. Retransmitimos aquel acontecimiento histórico, a través de la emisora de Radiocadena, un puñado de profesionales a los que dirigía alguien que la noche de la intentona se había sentado ante el micrófono dando vivas a la Constitución. Adolfo Fernández, como este sábado él mismo recuerda en una tribuna, en el diario ‘La Verdad’, fue el elegido por todos los partidos convocantes para leer el comunicado final de la gran marcha.
Como en aquellos tiempos nuestros medios técnicos eran más bien escasos, y a mí me asignaron cubrir el tramo que iba desde el final de la Gran Vía hasta la plaza de Santa Isabel, opté por dar mi crónica, en directo, desde el teléfono de aquel bar, ya como tantas otras cosas desaparecido. Cuando la cabeza de la manifestación se aproximaba a ese punto, en su interior había numerosa clientela, ajena por completo a lo que discurría por la puerta. Y es que así era la España de 1981. El jaleo era propio del local donde nos encontrábamos, por lo que yo tenía serias dificultades para escuchar a mis compañeros, que me avisaban ya de mi inminente entrada en antena. En esto que me dirigí a uno de los camareros, veterano él y con oficio, y le expliqué mi agobiante situación. Aquel hombre, resuelto, de camisa blanca impoluta, palmeó tres veces y soltó un sonoro “¡Silencio!”. Los parroquianos lo miraron sorprendidos, al tiempo que alarmados, sin duda, por una cierta semejanza a los gritos proferidos desde la tribuna del Congreso, apenas cuatro días antes, por un bigotudo teniente coronel de la Guardia Civil. “Miren ustedes -les dijo con autoridad enérgica-. Este joven va a dar una crónica para la radio sobre la manifestación que pasa ahora por la puerta. Guarden silencio mientras habla, por favor”. Aquellas personas, de pronto, se quedaron silentes, dirigiendo la mayoría su mirada hacia donde me encontraba, lo que provocó que mi nerviosismo se acrecentara. El locutor que conducía el programa me dio paso desde los estudios, y yo solté mi soflama, que no debió durar más de minuto y medio. Al acabar, y luego de colgar el auricular, el silencio aún era perceptible. Lo que no podía esperar era que, segundos después, la clientela prorrumpiera con un aplauso sincero, como imaginé se ovacionaría a un tenor en La Scala de Milán, después de bordar con suficiencia notable su papel en Otello o Turandot. Y quise creer que, aunque las agradeciese de corazón, aquellas palmas no iban tanto dirigidas a mí, como a la admirable paciencia de eso que todos hemos dado en denominar el sentido y sufrido pueblo español, que tanto aguantó, aguanta y aguantará.