(viene de) Así que continuamos nuestro camino en intrascendente conversación. Aunque a mí me era difícil concentrarme en la misma: estaba demasiado rabiosa de que el Destino y los continuos juegos que realizaba con mi persona, no permitiéndome permanecer en el mismo lugar (o en la misma época) más de lo que a él se le antojara, me impidiera elegir qué guerra quería hacer, cuándo y cómo. Solo me consolaba que tal vez pudiera ser al menos un poco útil en cualquier espacio, en cualquier tiempo, cosa de la que tenía el convencimiento desde que me percaté de que la Historia no transcurre en balde. Pero solo imaginar que el viejo que compartía conmigo el camino podía ser un enviado de aquellos que pretenden destrozarlo todo, por los siglos y los siglos, me enervaba tanto que estuve en varios momentos tentada de comenzar a arrearle bien fuerte y después, ya, preguntar, en la mejor tradición de la policía española, seleccionada cuidadosamente por los gobernantes más servil y cobardemente fascistas entre todos los elementos fascistas, serviles y cobardes que se presentaron a las pruebas.
Pero noche cerrada era ya cuando, en la imposibilidad de encontrar un techo que nos cobijara, optamos por acampar al abrigo del bosque. Mi anciano compañero (que iba mostrándose más locuaz a medida que la oscuridad se abría camino, probablemente porque esta aumentaba la eficacia de su disfraz), cumpliendo su promesa, sacó unos tasajos de carne que no podían tener mejor pinta, un rico pan blanco y un pellejo de vino mientras yo me ocupaba de encender un buen fuego, cosa en la que mi errar habitual me había convertido en maestra. Cuando los preparativos de la cena y estuvieron acabados, nos sentamos a dar cuenta de las provisiones, hacia las que no puse ningún reparo a pesar de lo controvertido de la situación. Aquí donde me veis, soy una persona práctica, y mi lema, dictado por la experiencia, es: “Come mientras haya comida, bebe mientras haya bebida y duerme mientras sea posible, porque nunca se sabe cuándo podrás volver a hacerlo”. Además, si tenía que defenderme en mitad de la noche de ser degollada, bueno sería que al menos tuviera el estómago lleno. Y mientras tragaba, para no perder el tiempo, intenté sonsacar al anciano con toda la habilidad que poseía y que me temo que es más bien escasa, sobre cualquier detalle de su vida con el objetivo de que dijera algo que le hiciera traicionarse. Pero él se me adelantó:
-¿De dónde vienes entonces, joven, y cómo es que viajas por estos mundos del Dios?
Más bien del diablo, pensé yo, pero respondí con mi historia ensayada. Señalé el hábito pardo que vestía.
-Soy sirviente del Temple de Barcelona, y vengo de hacer un encargo en Miravet. Y ahora me dirijo a Gardeny.
-Un sirviente algo extraño -adujo con cordial sonrisa-. Por tu forma de hablar pareces persona instruida.
-El párroco de mi aldea se encariñó conmigo y compartió algunos de sus conocimientos -contesté, después de echarme al coleto un bocado. La mejor mentira, se dice, es la que está entreverada de verdad.
-Eso lo explica -afirmó mi inquisitivo interlocutor-. Entonces, ¿vienes de la encomienda de Barcelona? Dime entonces, ¿no estará aún por allí un visitador de la Orden, un tal Guillaume de Nantes?
Por poco me atraganté con la comida. Vaya con el espía: ¿no estaba enseñando sus cartas algo prematuramente? ¿Tan seguro se sentía? Pero me rehíce y volví a darle la versión oficial.
-Allá lo dejé al pobre, doliéndose de una vieja herida que le dejó hecho unos zorros. Debió de ser un gran guerrero en el pasado, pero hoy en día tiene la misma fortaleza que un viejo veinte años mayor que tú, y eso que no creo que tenga muchos más de treinta –meneé la cabeza con expresión de triste resignación-. Y, por cierto, ¿de qué le conoces?
-Oh, unos parientes franceses tienen una relación de vasallaje con su familia –contestó, quitando importancia a sus palabras mediante el tono de su voz-. No es mal señor, según me cuentan, aunque sus relaciones con el rey Felipe de Francia no son demasiado buenas. Sería una lástima que no sobreviviera.
Yo no tenía ya la mosca detrás de la oreja. Ahora me acosaba todo un enjambre. ¿Qué diablos hacía por aquellos andurriales un viejo artesano tan versado en política internacional?
-Pues yo no tendría muchas esperanzas. Le vi bastante mal cuando me despedí de él, te lo aseguro. Pero bueno, cuéntame, ¿qué tiene en contra del rey francés? Entiendo muy poco de estos asuntos políticos, pero siempre pensé que su familia formaba parte del círculo de cortesanos más cercano al rey…
Yo disimulaba, pero tampoco tenía sentido que me fingiera mucho más inocente: estaba completamente convencida de que el viejo sabía demasiado acerca de mí y de toda aquella historia. Solo me quedaba la esperanza de que hablara lo suficiente para que yo pudiera extraer alguna conclusión, aunque desde luego que dormiría con un ojo abierto y la daga preparada.
-Y así fue en un primer momento. Pero la ambición de Felipe cara de lechuza no parece tener límites. Su obsesión por controlar todos sus territorios, y los adyacentes, además de llevar a su pueblo a guerras absurdas, está esquilmando el país. Hasta algunos gentileshombres de la Corte algo más misericordiosos que lo normal en su condición se están enemistando con él.
Recuerdo que un infiltrado en la manifestación de la última Huelga General se había acercado a mí en términos parecidos, aunque en lugar del rey Felipe de Francia cuarto de su nombre, había nombrado a Rajoy, Mas y Juanca, vamos, el exacto equivalente del feo monarca medieval francés en la España del siglo XXI. Que los espías sepan fingir tan bien ideologías de libertad, igualdad y justicia me hace pensar que son aún más tontos de lo que parecen.
-Es interesante lo que me cuentas –repuse-. Siempre es bueno saber por dónde van las intenciones de nuestros gobernantes. ¿Y el rey Jaume, qué tiene que decir a todo esto, ya que pareces estar tan enterado?
Esbozó una extraña sonrisa.
-Sobre ese tema habría mucho que comentar. Pero baste de momento con decir que no son tan enemigos como parecen. No te creas la historia de Sicilia
Es que no me la creía. Siguiendo con la comparación anterior, debían parecerse mucho a Rajoy y Mas. Ambos con sus propios intereses, ambos unidos por un objetivo común: seguir utilizando los legítimos deseos de identidad y libertad de sus respectivos pueblos para crear odio que sirviera a sus intereses o los de sus patronos, barajando datos falsos, y a la vez distraer la atención de los verdaderos problemas. Como tantos otros, españolistas, sionistas, salafistas, lo han hecho antes y lo están haciendo. Pero parecía que el viejo no pensaba hablar más, así que decidí abordarle por otro flanco.
-Son un poco cansinas todas estas historias de palacio. ¿Qué hay de ti, anciano? ¿Cómo es que cambias el solaz del que tu edad te hace merecedor por estas correrías?
Noté que se volvía lentamente hacia mí en la oscuridad.
-Llevo tanto tiempo viajando que apenas sé de dónde vengo, y menos hacia dónde me dirijo –me soltó como vaga respuesta.
-Veo que no eres hablador. Bueno, yo tampoco soy curioso –a veces el silencio es el mejor interrogador: eso me lo enseñó Hercules Poirot. Y la precipitación no es nunca buena consejera-. Tal vez sería mejor que fuéramos pensando en dormir. Nos espera un largo viaje mañana.
El viejo asintió. Yo abrí mis alforjas para sacar un par de mantas; afortunadamente estoy ya tan acostumbrada a dormir en lugares poco adecuados para el sueño de las gentes de bien, que hasta me siento incómoda en una cama. Pero cuando estaba a punto de disponerlas sobre una mullida alfombra de hierba fresca que relucía en la oscuridad bajo un sauce, algo me detuvo.
-¿No oyes algo? –pregunté en un susurro.
El viejo ya estaba en guardia desde hacía un segundo.
-Salteadores de caminos. O de eso irán disfrazados, seguramente. Debe hacer un rato que nos siguen…
-No será por nuestras muestras externas de riqueza… ¿qué has querido decir con eso del disfraz?
-… debí de haberlo calculado. Pero no me imaginé que llegarían tan pronto.
Sombras oscuras comenzaron a rodear el claro del bosque. Yo me dirigí hacia mi caballo a toda prisa.
-Será mejor que saques la espada –le miré, extrañada: había adivinado mi intención aunque no podía saber que la llevaba, no era un útil que un sirviente llevara encima habitualmente. Él extrajo rápidamente la suya, escondida bajo las alforjas de su caballo en un atado de cuero muy parecido al mío. Y, obviamente, tampoco los artesanos gastaban armas de filo cortante-. Si son esbirros del rey Jaume, como me temo, necesitarás toda tu fuerza y toda tu habilidad. Están reclutados entre la purria más infecta de la sociedad con el solo objetivo de atajar cualquier rebelión sin medir los métodos. Pero si luchamos juntos, podremos vencerlos.
-¿Quién eres, por todos los demonios? –me vi obligada a preguntar.
En lugar de hablar, refunfuñó:
-Aunque creo que el ataque de hoy se debe más a tu amigo el de Nantes. Son sus disputas personales con el rey Jaume, más que el miedo que este último pueda tener a una rebelión en su reino, lo que nos ha llevado a los dos a esto.
No tuve tiempo de valorar sus sorprendentes palabras, porque en ese momento el primero de los atacantes salía de la espesura para acometernos. Yo ya tenía la espada en la mano, y le recibí con alegría: demasiado tiempo sin hacer ejercicio. Mientras esquivaba sus golpes e intentaba darle para el pelo, pensé en qué complicados manejos políticos se traía Guillaume y me pregunté si no había vuelto a ser yo un peón en su juego. ¿Era un héroe o un traidor? No siempre es fácil saberlo; ni de uno mismo. Somos temerosos, incluso cobardes los más valientes de nosotros, víctimas de autoengaños continuos. Se me pasó por la mente una figura histórica de la España del siglo XX, que la última vez que anduve por aquellos momentos temporales acababa de fallecer: Santiago Carrillo. Sin hacer caso de todos los Paracuellos que surgían en los distintos periódicos del Movimiento al paso de su cortejo fúnebre (el bando republicano tuvo un Paracuellos, sí; en el bando de los golpistas los Paracuellos fueron la norma. Por eso no paran de nombrarlo), para los suyos fue un hombre obligado por las circunstancias y por el momento que le tocó vivir, o una persona con sentido práctico, o un traidor que marcó la decadencia de la izquierda española o directamente un estúpido… ¿Sabremos algún día la verdad? ¿Hay alguna verdad?
Pero a mi lado, el vejestorio se defendía más que bien. No se movía como una anciano, sino como un individuo de no mucho más de cuarenta años. “Vivo en un mundo de imposturas. Y yo ilusa de mí que me creía que era solo la televisión la que manipulaba”, me quejé mentalmente, mientras abollaba el yelmo del asaltante, haciéndole perder el oremus momentáneamente. Aproveché el momento para, tras acabar de atontarle con una patada en el estómago que le propulsó hacia el árbol más cercano, ir hacia mi aliado y echarle una mano, ya que él se la veía contra dos, y conseguí golpear a su segundo atacante de nuevo en la cabeza, dejándole fuera de combate (intento siempre no matar a nadie a no ser que sea totalmente necesario). Pero casi no tuvo tiempo de dirigirme un gesto de agradecimiento cuando tres de aquellos bandidos, o lo que fueran, que al parecer habían estado esperando su momento, se lanzaron hacia nosotros, dos para mí, uno para él. Yo intenté barrerles con un movimiento horizontal de mi espada y mi atrevimiento, hijo de la desesperación, pareció cogerles por sorpresa, tal vez porque imaginaron que la superioridad numérica sería suficiente para hacer que un ‘mozalbete’ como yo se rindiera. En el ínterin, me alejé de ellos, dispuesta a sacar como pudiera al misterioso anciano de allí para desaparecer a toda velocidad entre los árboles, aunque eso supusiera dejar atrás los víveres, los caballos y las pocas monedas de las que disponía. Perseguida por los dos villanos, me encontré con que mi acompañante había dado buena cuenta de los malos que le habían tocado en el reparto, y entonces, en un acuerdo tácito, ambos nos volvimos hacia mis perseguidores, atacando cada uno al que teníamos más cerca. El mío resultó ser un tipo tan pequeño y ágil como yo pero bastante más fuerte, ante el cual mi ventaja en la lucha se diluía, y me resultaba muy difícil esquivar sus golpes, cosa que él parecía hacer con los míos sin dificultad. Pero lo peor era que no podía quitarme algo de la cabeza: y era la estrecha comunicación que había tenido con el viejo. Como si nos conociéramos demasiado bien. Como si hubiéramos luchado, en demasiadas ocasiones, juntos. Y fue justamente está pérdida de concentración lo que hizo que el asaltante pudiera hacer blanco con el filo de su espada en mi muslo izquierdo, con lo que acabé cayendo al suelo en mitad de una aparatosa efusión de sangre. De pronto lo vi ante mí, dispuesto a rematarme clavándome la espada en el estómago.