Revista Cine
Capítulo VI
Guerra
¡Guerra! ¿Comprendes lo que esto quiere decir? ¿Conoces
alguna otra palabra más terrible en el vocabulario del mundo?
¿No traen estas letras a tu mente escenas de matanzas y car-
nicerías, de homicidios, de pillaje y destrucción? ¿No oyes el
estruendo del cañón, el grito del herido, el estertor fi nal del que
agoniza? ¿No puedes ver el campo de batalla sembrado de cadá-
veres? Seres humanos reducidos a pedazos, esparcidos su sangre
y sus sesos, hombres llenos de vida convertidos bruscamente
en carroña. Y allí, en sus hogares, millares de padres y madres,
esposas y novias viviendo en incesante terror, en el miedo a que
la fatalidad se cebe en los seres queridos, y esperando, siempre
esperando, la vuelta de aquellos que no volverán nunca más.
Sabes lo que signifi ca la guerra. Y aunque tú mismo no hayas
estado nunca en el frente, sabes que no existe un azote más terri-
ble que la guerra, con sus millones de muertos y mutilados, sus
incontables sacrifi cios humanos, sus vidas rotas, sus arruinados
hogares, su inenarrable desolación y miseria.
“Sí, es terrible”, admites, “pero no hay modo de remediarlo”.
Tú piensas que la guerra debe existir, que cuando a veces
llega, es inevitable, que debes defender a tu país cuando esté en
peligro.
Veamos entonces si verdaderamente defi endes tu país cuando
vas a la guerra. Veamos lo que causa la guerra, y si es para bene-
fi cio de tu país para lo que te llaman a ponerte el uniforme y
empezar la operación de carnicería.
Vamos a considerar a quiénes y a qué defi endes en la guerra,
a quién le interesa ésta, y quién se benefi cia con ella.
Es preciso que volvamos a nuestro fabricante, imposibilitado
de vender sus géneros con benefi cios en su propio país. Él, como
también los fabricantes de otros productos, busca un mercado en
otro país. Va a Inglaterra, Alemania, Francia, o algún otro país
y trata de colocar allí su “sobreproducción”, su “excedente”.
Pero se encuentra con idéntica situación que en su país.
También tienen “sobreproducción”, es decir, que los trabaja-
dores están tan explotados y mal pagados que no pueden comprar
las mercancías que han producido. Los fabricantes de Inglaterra,
Alemania, Francia, etc., tienen, pues, la vista puesta en otros mer-
cados, precisamente lo mismo que el fabricante americano.
Los fabricantes americanos de una determinada industria se
organizan en un monopolio; los magnates industriales de otros
países, también, y cada monopolio nacional comienza a compe-
tir con los demás. Los capitalistas de cada país tratan de con-
quistar los mejores mercados, especialmente los nuevos. Éstos se
encuentran en China, Japón, la India y países similares, esto es, en
aquellos que no han desarrollado todavía sus propias industrias.
Cuando cada país haya desarrollado sus propias industrias no
existirá ningún mercado extranjero y, entonces, algún poderoso
grupo capitalista devendrá como el único trust, monopolizador
del mercado del mundo. Pero, entretanto, los intereses capitalis-
tas de los diferentes países industriales combaten por la posesión
de los mercados extranjeros, compitiendo entre sí. Obligan a las
naciones débiles a concederles privilegios especiales, “trato de
favor”; excitan la envidia de sus competidores, y reclaman de sus
respectivos gobiernos la defensa de sus intereses. Los capitalis-
tas americanos dirigen a su gobierno un llamamiento para que
proteja los intereses “americanos”. Los capitalistas de Francia,
Alemania e Inglaterra hacen lo propio, reclaman de sus gobiernos
protección para sus benefi cios. Entonces, los distintos gobiernos
exigen de sus pueblos “la defensa de sus territorios”.
¿Comprendes cómo funciona el juego? No te dicen que tienes
que proteger los privilegios y dividendos de cualquier capitalista
americano en un país extranjero. Saben que si te dijeran tal cosa
te reirías de ellos y rehusarías exponerte a las balas para henchir
las ganancias de los plutócratas. ¡Pero sin ti y sin otros como tú,
no pueden hacer la guerra! Por eso alzan el grito de: “¡Defi ende
tu patria!”. “¡Insultan tu bandera!”. A veces, actúan contra-
tando matones para que insulten a la bandera de tu patria en país
extranjero, o para que destrocen haciendas y bienes de america-
nos aposentados allí, para convencer a los de casa, enfurecerlos y
que se precipiten a alistarse en la Armada y el Ejército.
No creas que exagero. Es sabido que los capitalistas ameri-
canos han provocado revoluciones en otros países siempre que
han podido (particularmente en Sudamérica), a fi n de conseguir
un nuevo gobierno más “amistoso” y asegurarse así los privile-
gios que ambicionaban.
Pero, generalmente, no necesitan ir tan lejos. Todo lo más
que han de hacer es apelar a tu “patriotismo”, adularte un
poco, decirte que “puedes vencer al mundo entero”, porque eres
“superior”, y ya te tienen dispuesto a vestirte el uniforme de
soldado y a ejecutar sus órdenes.
Es para esto para lo que se utiliza tu patriotismo, el amor a tu
país. Con razón escribió el gran pensador inglés Carlyle: “¿Cuál
es, hablando en lenguaje extraofi cial, el verdadero signifi cado de
la guerra y cuál es su resultado? Por lo que sé, allá en el pueblo
británico de Dumdrudge, por ejemplo, viven y se afanan normal-
mente unas quinientas almas. De entre éstas, para combatir a
ciertos ‘enemigos naturales’ franceses, se han seleccionado sucesi-
vamente, durante la guerra francesa, repito, treinta hombres cor-
pulentos. Dumdrudge los ha amamantado y ha criado a su cargo.
Los ha alimentado, no sin difi cultades y pesares, hasta alcanzar
la madurez y hasta los ha instruido en diversos ofi cios. Así uno
sabe tejer, otro construir, otro forjar, y el más débil puede resistir
treinta piedras de dieciséis onzas (avoirdupois en el original, libra
de uso común en Inglaterra). Sin embargo, entre lágrimas y renie-
gos, son escogidos, vestidos de rojo y embarcados y enviados, a
costa del erario público a unas dos mil millas, digamos al sur de
España; y allí son alimentados sin límite.
”Y ahora, hacia ese lugar en el Sur de España, se están diri-
giendo treinta artesanos franceses, de algún Dumdrudge fran-
cés. Siguiendo el mismo camino, tras infi nitos esfuerzos, los dos
grupos se encuentran, treinta frente a treinta, cada uno con un
arma en las manos.
”Inmediatamente se da la orden de ‘¡Fuego!’ y se disparan
mutuamente matándose. En lugar de sesenta artesanos diná-
micos y útiles, el mundo tiene los esqueletos de sesenta cadá-
veres, que es preciso enterrar, para después llorarlos. ¿Existía
una disputa entre estos hombres? Por más ocupado que está
el diablo, no tenían ninguna. Ellos vivían distantes, apartados,
eran totalmente extraños, y no sólo eso, incluso, en un universo
tan amplio, existía, de modo inconsciente, a través del comercio
una cierta ayuda mutua entre ellos. ¿Qué ocurrió entonces? ¡No
seas inocente! Sus gobiernos se habrán enfrentado y en lugar de
dispararse mutuamente, tuvieron la astucia de hacer que estos
desgraciados zoquetes se dispararan los unos sobres los otros”.
No es por tu patria por quien combates cuando vas a la gue-
rra. Es por tus gobiernos, por tus dirigentes, por tus amos capi-
talistas. Ni tu país, ni la humanidad, ni tú, ni tu clase, la de los
trabajadores, ganáis nada en la guerra. Solamente se benefi cian
de ella los grandes fi nancieros y capitalistas.
La guerra es mala para ti, es mala para los obreros. Podéis
perderlo todo y nada podéis ganar en ese juego. Ni siquiera la
gloria es para vosotros, que se reserva a los grandes generales y
mariscales de campo.
¿Qué consigues tú en la guerra? Estás asqueroso, te dispa-
ran, te gasean, te mutilan o te matan. Esto es lo que sacan de la
guerra los trabajadores de cualquier país.
La guerra es mala para tu país y para la humanidad, sólo trae
masacres y destrucción. Todo lo que la guerra destroza, puentes, puer-
tos, ciudades, barcos, campos y fábricas, es necesario reconstruirlo.
Y esto signifi ca imponer al pueblo nuevas tasas, directas o
indirectas, para la reconstrucción de todo lo destruido. Porque
en último término, todo sale de los bolsillos del pueblo. Así,
la guerra los perjudica materialmente, y eso sin referirnos al
efecto embrutecedor de la misma sobre la totalidad del género
humano. Y no olvides que de cada mil asesinados, cegados o
mutilados en la guerra, novecientos noventa y nueve pertenecen
a la clase trabajadora, son hijos de obreros y de campesinos.
En la guerra moderna no hay vencedores, porque del lado
vencedor hay casi tantas pérdidas como del lado vencido, y a
veces más, como en el caso de Francia en la última Gran Guerra.
Francia es hoy más pobre que Alemania. Los trabajadores de
ambos países tienen que pagar impuestos hasta morir de ham-
bre para reparar las pérdidas sufridas en la guerra.
En todos los países europeos que participaron en la Guerra
Mundial, los salarios y los niveles de vida son mucho más bajos
ahora que antes de la gran catástrofe.
“Pero los Estados Unidos se enriquecieron en la guerra”,
objetas.
Quieres decir que un puñado de hombres ganó millones, y
que los grandes capitalistas obtuvieron grandes benefi cios.
Ciertamente que los tuvieron, los grandes fi nancieros con-
siguieron benefi cios prestando dinero a Europa con un elevado
tipo de interés y proveyéndola de material bélico y municiones.
Pero, ¿en qué te benefi cia esto?
Párate a pensar cómo paga Europa a los Estados Unidos su
deuda fi nanciera y los intereses que genera. Haciendo bregar aún
más a los trabajadores y obteniendo de ello más benefi cios.
Pagando sueldos aún más ínfi mos y produciendo géneros más
baratos los fabricantes europeos pueden vender más barato que sus
competidores norteamericanos, y por esta razón, están obligados a
producir también a más bajo coste. Así aparecen en escena su “eco-
nomía” y su “racionalización”, que te obligan a trabajar más dura-
mente o a ver reducido tu salario o a ser despedido directamente.
¿Ves, ahora, cómo unos salarios bajos en Europa afectan
directamente a tu existencia? ¿Te das cuenta de que tú, el obrero
norteamericano, estás ayudando a pagar a los banqueros de tu
país los intereses por sus préstamos europeos?
Algunas personas sostienen que la guerra es buena porque cul-
tiva el valor. Este argumento es estúpido. Es apoyado solamente
por aquellos que nunca han ido a la guerra y cuyos enfrentamien-
tos fueron resueltos por otros. Es poco honrado argumentar esto,
induciendo a pobres imbéciles a combatir por los intereses de los
ricos. Las personas que de verdad han combatido te dirán que la
guerra moderna no tiene nada que ver con el valor personal. Es
un combate de masas en el que el enemigo está a gran distancia.
Encuentros personales en los pueda vencer el mejor son extrema-
damente raros. En la guerra moderna no ves a tus contrincantes,
combates a ciegas, como una máquina. Vas a la batalla muerto
de miedo, temiendo que en cualquier momento seas reducido a
pedazos. Solamente vas porque no tienes el valor de negarte.
El hombre que hace cara a las difamaciones y a la desgra-
cia, que se alza impávido contra la corriente popular, incluso
contra sus amigos y su patria, cuando sabe que la razón está
con él, el hombre que se atreve a desafi ar a aquellos que tie-
nen autoridad sobre él y que soporta la represión y la cárcel
sin claudicar, ése es un hombre de valor. El hombre de quien
te mofas como de un cobarde porque rehúsa convertirse en
asesino, es quien necesita coraje. ¿Pero necesitas tú ser valiente
para obedecer órdenes, hacer lo que te digan y caer junto con
otros miles en la línea de fuego, con la aprobación general y a
los acordes del “La Bandera Llena de Estrellas” .
La guerra paraliza tu valor y aniquila toda esencia de la ver-
dadera virilidad. Te degrada y te insensibiliza con la excusa de
que no eres responsable, de que “no es tu obligación pensar y
razonar, sino matar y morir”, igual que los otros centenares de
miles condenados como tú. Guerra signifi ca obediencia ciega,
estupidez irrefl exiva, insensibilidad brutal, destrucción gratuita
y asesinato irresponsable.
He tropezado con personas que me dicen que la guerra es
buena porque mata a muchos y así hay más trabajo para los
supervivientes.
Considera qué terrible acusación contra el sistema actual son
estas palabras. ¡Imagínate un estado de cosas en el que los miem-
bros de la comunidad se benefi cien asesinando a un elevado número
de ellos, para que así el resto pueda vivir mejor! ¿No sería éste el
peor sistema devora-hombres, el peor de los canibalismos?
Y esto es precisamente el capitalismo, un sistema de caniba-
lismo en el que uno devora a su semejante o es devorado por él.
Ésta es la verdad del capitalismo tanto en la guerra como en la
paz, aunque en la guerra su verdadero carácter se desenmascara
y evidencia más.
En una sociedad humanizada y sensible, esto no podría suce-
der. Por el contrario, el aumento de población en una cierta
comunidad redundaría en benefi cio de todos porque el trabajo
de cada uno sería entonces más soportable.
Considerada así, una comunidad es análoga a una familia.
Cada familia necesita realizar una cierta cantidad de trabajo que
satisfaga sus necesidades. Luego, cuantas más personas de esta
familia sean aptas para realizar el trabajo necesario, más fácil
será éste para cada miembro de ella, y menos trabajo le tocará
a cada cual.
Es esto cierto igualmente para una comunidad o un país.
Cuantas más personas haya para realizar el trabajo necesa-
rio para las necesidades comunes, más fácil será la tarea de cada
miembro.
Si en el caso de nuestra sociedad presente es al contrario,
esto sólo viene a probar que las condiciones son equívocas, bár-
baras y perversas. Y aún más, que tales condiciones son absolu-
tamente criminales si el sistema capitalista puede fl orecer sobre
la matanza de sus miembros.
Es evidente, entonces, que para los trabajadores, la guerra
signifi ca tan sólo mayores cargas, más impuestos, un trabajo
más duro y la reducción del nivel de vida anterior a la guerra.
Pero hay en la sociedad capitalista una parte para quien la gue-
rra es buena. Es el elemento que gracias a la guerra ahorra dinero,
el que se enriquece con tu “patriotismo y autosacrifi cio”. Es el que
integran los fabricantes de municiones, los que especulan con los
víveres y otros suministros, los armadores de barcos de guerra.
Abreviando, son los grandes señores de las fi nanzas, la indus-
tria y el comercio los únicos que se benefi cian de la guerra.
Para ellos la guerra es una bendición. Una bendición por más
de una razón. Porque también les sirve para despistar a las clases
laboriosas y que no reparen en su miseria diaria y fi jar su atención
en la “política de altura” y en la carnicería humana. Gobiernos y
dirigentes han tratado de evitar sublevaciones y revoluciones popu-
lares organizando guerras. Tales ejemplos abundan en la historia.
Desde luego, la guerra es un arma de dos fi los. En muchas
ocasiones se convierte en insurrección. Pero esto es otra historia,
a la que volveremos cuando hablemos de la Revolución Rusa.
Si me has seguido hasta aquí, debes haber llegado a la conclusión
de que la guerra es resultado directo y un inevitable efecto del sis-
tema capitalista como las cíclicas crisis industriales y fi nancieras.
Cuando llega una crisis en la forma en la que te he descrito,
acompañada de desempleo y privaciones, te dicen que no es
culpa de nadie, que son “malos tiempos”, que es “el resultado
de la sobreproducción” y embustes similares. Y cuando la com-
petición capitalista por benefi cios y mercados provoca una gue-
rra, los capitalistas y sus lacayos, los políticos y la prensa, lan-
zan el grito “¡Salva a tu patria!”, exaltando el falso patriotismo
y haciéndote combatir por ellos en sus batallas.
En nombre del patriotismo se te ordena que dejes de ser
decente y honrado, que dejes de ser tú mismo, que suspendas el
libre ejercicio de tu razón y entregues tu vida. Te conviertes en un
diente sin voluntad del engranaje de la maquinaria homicida, obe-
deciendo ciegamente órdenes de asesinato, pillaje y destrucción.
Abandonas a tu padre y a tu madre, a tu compañera, a tus
niños y a todo lo que amas, para buscar a tu semejante y des-
trozarlo. Tu prójimo, que nunca te agravió, que tan infortunada
víctima de sus amos es como tú lo eres de los tuyos. Sólo verdad,
demasiada verdad encierran las palabras de Carlyle, cuando dijo
que “el patriotismo es el refugio de los canallas”.
¿Puedes ver ya cómo se burlan de ti, cómo eres embaucado?
Toma el ejemplo de la Guerra Europea. Considera cómo se
engañó al pueblo norteamericano para que los Estados Unidos
participaran en el confl icto. El pueblo de Norteamérica no que-
ría mezclarse en los asuntos europeos. Conocía poco de éstos y
procuraba no dejarse arrastrafr en peleas homicidas.
Por eso eligieron a Woodrow Wilson con el eslogan de “él
nos mantuvo al margen de la guerra”.
Pero la plutocracia norteamericana vio las colosales fortunas
que se podrían reunir gracias a la guerra. No les bastaban los
millones que cosecharon vendiendo municiones, armas y otros
suministros a los combatientes europeos. Benefi cios inconmen-
surablemente mayores se hicieron con la participación de un
gran país, como los Estados Unidos, con sus cien millones de
habitantes, en la refriega. Se presionó al presidente Wilson y
éste no pudo oponerse. Al fi n y al cabo, el gobierno no es más
que el criado al servicio de los poderes fi nancieros, está allí para
cumplir sus órdenes.
¿Pero cómo meter a Norteamérica en la guerra cuando su
población estaba expresamente en contra? ¿No eligieron a Wilson
bajo la promesa de mantener al país al margen de la guerra? En
tiempos antiguos, bajo monarcas absolutos, era obligatorio para
las gentes obedecer, simplemente obedecer los decretos del rey. Pero
a menudo esto implicaba resistencia y peligro de rebelión. En los
tiempos modernos existen medios más seguros y más efi caces de
conseguir que el pueblo sirva a los intereses de sus gobernantes.
Todo lo más que se necesita es convencer a las personas que ellas
mismas desean hacer lo que sus amos quieren que hagan, o sea, sus
propios intereses, por el bien de la patria, por el bien de la humani-
dad. De este modo, los nobles y bellos instintos del hombre son uti-
lizados para hacer el trabajo sucio de la clase capitalista dirigente,
para insulto y vergüenza del género humano.
Los inventos modernos ayudan a este juego y lo tornan com-
parativamente fácil. La palabra impresa, el telégrafo, el teléfono
y la radio son en conjunto seguros auxiliares para este asunto.
El genio humano que ha producido todas aquellas maravi-
llas se explota y se degrada en interés de Mammon y Marte.
El presidente Wilson ideó una nueva treta para enredar al pue-
blo norteamericano en la guerra a benefi cio del Gran Capital.
Woodrow Wilson, el primer presidente que pasó por la escuela,
descubrió una “guerra por la democracia”, una “guerra para ter-
minar con la guerra”. Bajo este lema hipócrita se emprendió una
amplia campaña por todo el país, despertando en los corazones
norteamericanos las más bajas tendencias de intolerancia, per-
secución y homicidio; colmándolos de venenosa inquina contra
cualquiera que tuviese el coraje de expresar una opinión hon-
rada e independiente. Apaleando, encarcelando y deportando a
aquellos que osaron decir que era una guerra capitalista en busca
de ganancias. Los objetores de conciencia contrarios a quitar
vidas humanas fueron brutalmente maltratados por “maricas”
y condenados a largas condenas de presidio. Hombres y muje-
res que recordaron a sus compatriotas cristianos el precepto del
Nazareno: “no matarás”, fueron califi cados de cobardes y encar-
celados. Radicales que declararon que a la guerra se iba por los
intereses del capitalismo fueron tratados como “crueles extran-
jeros” y “espías enemigos”. Se promulgaron precipitadamente
leyes y leyes para suprimir la libertad de expresión y de opinión.
Castigos horribles se aplicaron a los objetores. Desde el Atlántico
al Pacífi co una turba, borracha de patriotismo asesino, difundía
el terror. Todo el país enloquecía con el frenesí al son del patrio-
terismo. La propaganda militarista difundida por toda la nación
arrastró por fi n al pueblo norteamericano a la carnicería. Wilson
se sintió “orgulloso de combatir”, pero no se sintió orgulloso de
enviar a otros a pelear las batallas de los banqueros, a quienes
servía. “Muy orgulloso de pelear”, pero no muy orgulloso de
ayudar a que la plutocracia norteamericana acuñase oro con las
vidas de setenta mil norteamericanos, muertos en los campos de
batalla europeos.
La “guerra por la democracia”, la “guerra para terminar
con la guerra” hizo patente la más grande farsa de la histo-
ria. En realidad, inició una cadena de nuevas guerras aún no
terminadas.
Y ha sido admitido, hasta por el mismo Wilson, que la gue-
rra no sirvió a propósito alguno, excepto para que el Gran
Capital cosechase grandes benefi cios. Complicó los asuntos
europeos más de lo que lo estaban antes, empobreció a Francia
y Alemania y las colocó al borde de la bancarrota nacional.
Gravó a los pueblos de Europa con enormes deudas, y añadió
cargas intolerables a las clases laboriosas. Los recursos de cada
país fueron casi agotados.
El progreso científico sólo conoció nuevas formas de
destrucción.
El precepto cristiano se comprobó con la multiplicación de
asesinatos y los tratados se fi rmaron con sangre humana.
La Guerra Mundial edifi có fortunas colosales para los amos
de las fi nanzas, y tumbas para los trabajadores.
¿Y hoy? Hoy volvemos a estar abocados a una nueva gue-
rra, mucho más inmensa y terrible que el último holocausto.
Todos los gobiernos están preparándose para ella y empleando
los millones de dólares que extraen del sudor y la sangre de
los obreros, en la maquinaria destinada a la próxima matanza.
Medita esto, amigo mío, y ve lo que el capital y el gobierno
están haciendo por ti, haciendo para ti.
¡Pronto volverán a llamarte para “defender tu patria”!
En tiempo de paz eres esclavo en el campo o en la fábrica,
en tiempo de guerra sirves de carne de cañón. Todo a la mayor
gloria de tus amos.
Y aún te dicen que “todo está bien así”, que es “la voluntad
de Dios”, que esto “debe ser así”.
¿No ves que esto no es, en modo alguno, lo que Dios quiere,
sino las actuaciones del capital y del gobierno? ¿No puedes ver
que esto es así y “debe ser así” sólo porque tú permites a tus
amos políticos e industriales que te engañen y te estafen, y así
ellos pueden vivir en la comodidad y el lujo, gracias a tu duro
trabajo y a tus lágrimas, mientras te tratan de “clase baja”, aun-
que bastante buena para ser sus esclavos?
“Siempre ha sido así” –observas, mansamente.
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