Las historias tienen tanto de real como de ficción. Qué escritor o aprendiz de tal oficio podría decir que su texto es pura ficción o realidad? Afirmar una u otra opción es caer en una paradoja contradictoria sin salida en el corto plazo.
Al enunciar que sus historias son reales, un narrador cae en la ficción de pensar que cada frase, pensamiento o acción de su historia está enmarcados en el espacio-tiempo tal como lo conocemos y si insinúa que sus textos son ficción, evidentemente es una realidad. Dualidad y contradicción que cohabitan sin hacerse mala cara.
El autor objetivo tiene conocimiento de cuando cruza sutilmente la línea de la ficción y de pronto, arrepentido y apenado, vuelve a la realidad. Es habitual caer en la tentación de ponerle un poco de adorno sutil a un hecho tan concreto como el periodístico, por ejemplo. El novelesco a su vez, es un autor que sabe que su historia puede cruzar esa línea muchas veces sin rendirle cuentas a nadie más que a sí mismo y su creatividad.
Yo mismo no supe en cual lado estaba esa noche ni cuál fue la línea que crucé. Aunque trato de volver a ese momento reiteradamente, no logro percibir en qué instante la mezcla de la conciencia se entrelazó con los primeros embates del umbral del sueño, esa quimera que no tiene pies ni cabeza, muchos menos sentido. Por eso, al escribir estas palabras no sé cuáles describen momentos completamente reales y cuáles momentos más reales aún.
Ok, está bien. Hechos objetivos hubo muchos. Sin duda, era una noche de fines de enero de 2.000 y acababa de ver un partido de la semifinal del campeonato suramericano juvenil de fútbol en el que mi selección Colombia perdió 9 a 0 (¡!) de manera casi novelesca con el siempre engalanado onceno brasileño, lo que había aumentado aún más la tristeza que la vida me había deparado unos días antes cuando enterré a mi padre, hecho que también es completamente objetivo.
Objetivamente, mi esposa no me pasó la pierna por encima de la mía, acto básico que se lee como un “aquí estoy” en el lenguaje sexual de las parejas (que ella y yo recién comenzábamos a hablar). Ella sabía que mi congoja estaba viva justamente por la muerte de mi padre.
Mi padre no me había mantenido lejano de la muerte. Aunque parco y un tanto malgeniado, cuando se tomaba unos tragos se tornaba vivaz y definitivamente muy alegre. No me había mantenido lejano de la muerte porque en innumerables ocasiones me decía que “morir era lo más natural que le podía pasar a un ser vivo”, palabras más o palabras menos (ven? Ya no sé qué es real y qué es ficción). Esa simple frase, repetida en muchas ocasiones me había dado la tranquilidad de imaginar que cuando él u otra persona cercana murieran, sería una situación relativamente fácil de asimilar por la naturalidad que encarnaba.
Sin embargo, cuando él murió como consecuencia de una insospechada afectación al corazón tan solo un par de semanas después de mi matrimonio, me di cuenta que no bastaba con haber escuchado la frase tantas veces. La noticia fue devastadora. Conociéndome como me conoce, mi esposa ni siquiera intentó rozar su pierna con la mía. Tan solo atinó a darme un beso y esperar hasta que el tiempo pasara para retomar las faenas amorosas que apenas comenzábamos a disfrutar como recién casados.
Ella se dio media vuelta y yo me quedé en la oscuridad, pensando que mi padre, hincha furibundo de la selección Colombia en todas las categorías, fue muy afortunado de no haber presenciado semejante humillación. “9 – 0”, pensé para mis adentros y rememoraba los momentos en que mi papá me llevó por primera vez a ver un partido de fútbol cuando yo tenía unos 4 o 5 años, no más de 6. Recordando el suave calor que su mano producía en la mía y de sentir la seguridad de caminar junto a un hombre, semejante hombre, grande, que sabía exactamente lo que hacía, hacia donde iba y yo solo aspiraba a tener por unos momentos la atención del aquel magnífico ser. Sin verla, sabía que en mi cara se dibujaba una sonrisa de “a un lado todos, voy con mi papá”.
Así, con esa satisfacción de estar con él, sigo caminando a su lado a lo largo del tiempo, no ya como un niño que no sabe a dónde va sino como un hombre que intenta seguir los pasos que le enseñó. Hombro a hombro, hombre a hombre, mi papá y yo.
De repente se detiene, se voltea, me da una tierna mirada a los ojos y sin abrir los labios me dice que hasta ese punto lo puedo acompañar. Ahí está: el hombre que me enseñó a nadar, a parlotear las primeras palabras de inglés con la enciclopedia Jackson, a enamorarme de la geografía y de la historia, el hombre que me enseñó a ser un hombre íntegro, ahí está, hablándome con sus ojos, diciéndome que nuestro viaje juntos ha terminado en esta dimensión y ante mi angustia me consuela con la certeza que en algún momento nos volveremos a encontrar. Ahí está. Ese hombre dándome el abrazo más real que he tenido en mi vida y sugiriéndome con la más amorosa sonrisa que alguna vez le vi, que cada vez que lo quiera recordar reviva ese momento. Ahí está. Ese hombre despidiéndose de mí y desapareciendo de mi vista en completa paz.
La mezcla emocional ha sido la más grande de mi vida. Amanecí como un niño, envuelto en la sábana sentado al borde de la cama, llorando de emoción con la convicción de haber vivido el momento más real de mi vida. ¿Cuándo la realidad se volvió ficción? ¿pero qué digo? ¿Cuándo la ficción del día a día se volvió el momento más real de mi vida con mi papá? Quién soy yo para poner en duda por un solo momento que lo vivido con mi padre en aquel caminar por la vida y despedirnos con un abrazo no fue el momento más emocionante y de mayor lucidez de mi vida hasta ese momento?
Hoy voy a ir a ver fútbol. Iré con mis hijos Nicolás de la mano y Alejandro montado en mis hombros. Con el contacto físico, les transmitiré lo que me está encomendado enseñarles en este plano terrenal. Ya en su momento tendrán la oportunidad de caminar a mi lado, cuando mi andar sea más pausado y ellos tengan otros niveles de conciencia sobre su papel en este mundo. Por lo pronto, todavía hay muchas piscinas por nadar, mucho inglés por aprender y mucha geografía por recorrer. Por lo pronto, tenemos mucho de qué reírnos antes de que me despida de ellos en silencio, sin abrir los labios.
Eduardo Ramírez P.