Revista Cultura y Ocio

El abrazo de los libros

Por Calvodemora

 Para Juan M. , que era más de libros que de cineCon la vida viene a suceder como con ciertas películas comerciales: que sólo entretienen, que se acaban olvidando, que nunca merecen el entusiasmo ni soportan el rigor de los años, el acomodo en ese espacio sentimental que es la memoria.  Con la política pasa también parecida cosa: transcurre las más de las veces inadvertidamente, solicita la atención de los ciudadanos cuando la prensa airea un caso o un ciento de corruptos o cuando toca tragar discursos y los partidos se encaraman en los púlpitos y hablan hasta el aturdimiento o cuanto unos pocos desquiciados proclaman y desproclaman una república, que no llega al grado de bananera por aprecio a las bananas. El descrédito al que ha caído la política no será fácil de enmendar. Tampoco hay indicios de que exista la voluntad de prestigiar un oficio noble y bastardo al tiempo, muy a pesar de quienes lo ejercen con honradez, me temo. Como tampoco hay otra vida a la que encomendar el alivio de las penalidades de ésta o al menos ninguna de la que podamos considerar con rotundidad su existencia, lo digo desabastecido de fe, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva, nunca acertamos en lo de saber si hacemos lo que debemos, si  salir a la calle y decir basta del modo más convincente posible, si debemos cubrir nuestra cuota democrática o política y meternos en algún partido, aunque únicamente fuese por limpiarlo, ya que estamos a diario contando aquí y allá lo sucio que está. Es suficiente con ver la pantomima catalana, esa escenificación infantil de la independencia, que no termina de contentar ni a los que la animan ni a los que la censuran. 
Hay quien se labra el porvenir y quien sencillamente espera que las cosas pasen. Sin más. Sin otro cometido que vivir. A lo mejor eso ya es bastante. Hay quien se despreocupa, quien no indaga, quien apenas hurga en la herida que le rompe adentro. Ninguna de esas indagaciones metafísicas impide acceder a una felicidad que otros, ahogados en cultura, en ética y en un ejército considerable de recursos racionales, no alcanza en su vida. No sé si la cultura ayuda a soportar el peso de los días. Porque los días pesan. Incluso los más livianos, los bendecidos por el júbilo y los que se arriman al ascua infinita de la alegría, ocultan la gravedad previsible, el dolor escondido en los gestos menos sospechosamente dolorosos. Pesan los días y se comba uno a fuerza de transportar esa carga y seguir en la brecha y dormir cada noche recopilando fuerzas para empezar un tráfago nuevo. No es ningún pesimismo existencial. Hace tiempo que no releo a Pessoa y nada trágico altera mi (ahora) rutinaria vida de maestro provinciano que busca huecos para pasear con la familia, ver el cine irrenunciable y tener todavía ánimo para no perder la costumbre de los libros, de la escritura o del jazz. Y a veces todo eso se pierde. Ni paseamos, ni vemos el cine que quisiéramos ni tampoco devoramos los libros como antaño o nos ponemos jazz tardes enteras. Se acuesta uno renombrando la dicha y encuentra placeres nuevos. Lo que duele es que algunos antiguos parezca que renquean, que no levantan vuelo y entonces es cuando dormimos más tranquilos, menos preocupados. A lo mejor es verdad que es mejor (mucho mejor) vivir sin metafísica, sin pensar más de lo convenientes, sin que acudan uno a uno o en pequeños grupos (suele pasar de esta última manera) los problemas, y no tenga uno paciencia para aquietarlos o para no darles mayor importancia. Prevalecen porque nos curten. Quizá sea así. Existen para que apreciemos con más énfasis el tiempo en que no parecen acompañarnos. Ayer, en una mala película de la que vi sólo un trozo, por caerme de sueño, por haberla puesto bien tarde, se quejaba el protagonista de haber sido un mal padre. Lloraba sin desconsuelo por creer que no había hecho lo que debía. Daba igual que la hija lo calmara, le insistiera en hacerle comprender que estaba equivocado o que, al final, no había nunca buenos padres a tiempo completo. Ni buenas hijas. Que se es bueno a ratos o incluso muy bueno muy fragmentariamente. O a la reversa. No es posible ser siempre malo, no dar nunca en el clavo, distraerse de manera continua del camino correcto y pendonear por el erróneo. Fue un diálogo pobre, no hubo hondura, zanjaron esa desavenencia sentimental con un par de abrazos y unas lágrimas y se dieron los dos por satisfechos con ese bálsamo insuficiente. Hace falta más filosofía, más metafísica, más teología. No únicamente la académica, la reglada por la administración de turno, sino la pedestre, la metafísica de campo, la que pasea por el interior y nos pone a pensar, aunque esa actividad (una de las que entrañan más riesgo) rompa y termine uno más roto que cuando empezó. Me encantan, por el contrario, esa películas nórdicas en las que los personajes hablan hasta que dicen incluso lo inconveniente. Siempre pensé que esos diálogos no cuadran con nuestro carácter sureño. Que en el norte (en todo ese norte simbólico) hablan más y llegan más lejos o llegan más hondo. Esta noche, si no empiezo muy tarde, me pongo una de Bergman. También las hay francesas que parecen suecas. El cine, cuando rivaliza con los libros, puede ser excelente o pésimo, no hay término medio. Un amigo, al que no veo, del que no sé nada, suele pasar, me dijo una vez que para ver una película en la que hablen mucho prefiere el abrazo de los libros, que por lo menos sabe que no habrá tregua y él pone las imágenes. Esta tarde voy a ver Star Wars, la nueva, otra entrega, con mi hijo. No espero que me cuenten nada que no sepa, pero seguro que me engolosinan el ojo, va uno a que le engolosinen el ojo o a seguir (lo tengo claro) alimentado los mitos con los que crecimos. Ya está uno a media edad, por decirlo rápidamente. No está la cosa para perder el tiempo con gilip0lleces. 

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