Revista Cultura y Ocio
A través de los objetos de Proust —desde su escritorio y su biblioteca, pasando por la ropa que llevaba hasta sus manuscritos— que Jacques Guérin, un millonario parisino experto en perfumes está obsesionado por todo lo relacionado por Marcel Proust y su obra, es por ello que, en esta narración es el principal protagonista del texto.
La familia de Proust se quiere deshacer de todo lo relacionado con él debido a que se sienten avergonzados por los textos del novelista y su homosexualidad, debido a ello se proponen hacer desaparecer todos sus escritos y malvender sus muebles. Con ayuda de un ropavejero, y con paciencia, irá rescatando del olvido los objetos del escritor, incluyendo su más anhelada reliquia, el antiguo y carcomido abrigo de nutria con el que se abrigaba en su cama al escribir en las frías noches.
Foschini narra una historia entrañable, con un toque especial añadido por el París de 1929 en el que se mueve el buscador, cargado de anécdotas y curiosidades que nos descubrirán al escritor a través de las descripciones de sus objetos personales, también de las fotografías, dibujos e incluso cartas que ilustran el texto aportándole cercanía y compresión al texto con el que adjuntan, además de ayudar a que nos introduzcamos más en la novela. El libro nos describe una obsesión literaria en busca de la vida y obra del novelista, y es a su protagonista, Guérin, un personaje que no duda en insistir hasta hacerse con los preciados tesoros, al que llegamos a comprender porque, al igual que él, no llegamos a comprender la forma en la que la familia de Marcel trata todo lo que había logrado. El postfacio está escrito por Hugo Beccacece, del que destacó una parte del mismo: «El valor del notable libro de Lorenza Foschini reside precisamente en que no pone el acento en la memorabilia proustiana desde un punto de vista anecdótico, sino en los objetos como modo de conjurar el vacío. Guérin rescató, casi podría decirse que volvió a la vida, todo lo que podía salvarse de su escritor preferido. El coleccionista que se dedicaba a fabricar perfumes (los perfumes tan queridos y tan amenazadores para Proust) se rodeó en su casa de aquello que rodeaba a su autor preferido, «mudó» y restauró el cuarto de la rue Hamelin, consiguió los cuadernos manuscritos de En busca del tiempo perdido, lo que le permitía, si lo deseaba, el lujo de leer la obra en las páginas que había salvado del fuego; por último, hasta recobró el abrigo forrado de nutria en el que se envolvía el escritor, supremo trofeo fetichista. Creó así la ilusión casi perfecta de que la vida de Proust continuaba. Su fetichismo era el método que le permitía detener el tiempo, echar un manto sobre la muerte y colmar con objetos de diversa índole la nada (el tiempo) que Proust denunciaba y, a la vez, superaba en su libro. Lorenza Foschini, guiada por el vestuarista Piero Tosi, reconstruyó la obsesión literaria de Guérin y pudo llegar así a contemplar el abrigo de Proust, conservado en una gran caja de cartón en el Museo Carnavalet. El sobretodo estaba relleno de papel para que no se arruinara y así, relleno, parecía proteger del desamparo a un ser vivo. Cautivo en aquella caja, el abrigo forjaba una alucinación, disimulaba el hueco de un cuerpo ausente, una falta, la del hombre que lo había usado, a la manera de una coraza, para caminar por las calles y los salones de París.»
Recomendado para aquellos que quieran descubrir, de forma intimista a Proust, también para aquellos que les guste las novelas que narran historias especiales, inolvidables y ante todo, con un contenido que no pasa desapercibido, las líneas escritas por el escritor, sus pequeñas fotografías junto a sus amigos y hermanos… y por último para aquellos que quieran tener una novela inolvidable, de gran calidad que no pasa desapercibida tanto por aquello que narra como por el conjunto del contenido gráfico.
Extractos:
Pero Jacques ignoraba todo esto. Mientras conducía el automóvil en dirección a la casa de los Proust, pensaba que habían pasado seis años desde su primera visita a Robert y que una increíble jugada del destino lo estaba llevando de nuevo, en compañía de un improbable muchacho, a un lugar al que había pensado que no volvería jamás. Del Faubourg Saint-Honoré, en un abrir y cerrar de ojos, llegó a la planta baja del número 2 de la avenue Hoche. Entró y se dio cuenta de que, efectivamente, se lo habían llevado todo. La casa tenía el aspecto desolado de los pisos habitados por mucho tiempo y que, de pronto, han de ser abandonados. Jirones de papel pintado colgaban de las paredes. Una capa de polvo cubría el piso de roble. A la entrada, en el suelo, yacían pilas de libros. Recorrió las habitaciones, otrora decoradas con esa pretenciosidad burguesa que la primera vez había considerado de pésimo gusto. Ahora se presentaban vacías y desoladas. Llegó al estudio donde con tanta emoción había acariciado los cuadernos de Proust y vio, solitarios, conmovedores, los dos muebles del escritor puestos de través en el cuarto desierto. Reconoció el escritorio de Marcel, de madera de peral ennegrecida, monumental, en ese estilo Segundo Imperio que, aun con pretensiones aristocráticas, no posee la ligereza de los Luises, sino que resulta por el contrario pesado, sin vuelo ni gracia. Era grande, con un espacio para las piernas entre dos columnas de tres cajones fileteados en latón y, en el centro, un cajón más grande provisto de una reluciente manija dorada. La mesa estaba coronada por una alzada que, a su vez, tenía tres cajoncitos circundados también por un doble hilo de latón y provisto de brillantes empuñaduras que contrataban con la tétrica oscuridad del resto. Al lado de este «monumento», reconoció la biblioteca: era la misma de la que Robert habría tomado aquella tarde, para mostrárselo, uno de los cuadernos manuscritos de Proust, el mismo en el que el autor había estampado la palabra «fin». El interior estaba desoladamente vacío, privado incluso de las baldas sobre las cuales, en una época, el escritor acostumbraba guardar sus libros más queridos. Esos muebles de aspecto tan fúnebre, en aquella atmósfera de desmantelamiento, parecían querer dar testimonio de la muerte de un mundo y, al mismo tiempo, lanzar un desesperado grito de ayuda. Jacques recordaba, quizá, aquella página de Por el camino de Swann en la que el narrador encuentra «muy razonable la creencia céltica según la cual las almas de aquellos que hemos perdido están cautivas en un ser inferior, un animal, un vegetal, un objeto inanimado, perdidas de verdad para nosotros hasta el día, que para muchos no llega nunca, en el que pasamos al lado del árbol o nos convertimos en los dueños del objeto que es su prisión. Entonces se estremecen, nos llaman, y, apenas las reconocemos, el hechizo se rompe. Liberadas por nosotros, han vencido a la muerte y vuelven a vivir con nosotros».
Editorial: Impedimenta Autor: Lorenza Foschini
Páginas: 144
Precio:17,95 euros