A finales del siglo XIX España estaba pasando por un momento complicado. El asesinato de Cánovas, que se produjo en el mismo año de publicación de El abuelo, afectó profundamente al sistema de turnos de los partidos Liberal y Conservador que se había establecido en la Restauración y la pérdida de las colonias de Cuba y Filipinas el año siguiente profundizó aún más en la crisis del Estado. Como no podía ser de otra manera, la escritura de Galdós refleja fielmente el momento histórico vivido, con personajes simbólicos y representativos de la realidad de lo que fue llamada en su momento "catástrofe nacional" y dio nombre a la generación literaria del 98 (aunque Galdós no formara parte de ella).
El protagonista absoluto de este drama es don Rodrigo, conde de Albrit, que vuelve a sus antiguas posesiones como un ser derrotado y arruinado. Albrit ha estado unos años en América, tratando de hacer valer sus derechos familiares sobre unas minas, pero sus pretensiones no han sido satisfechas y ahora vuelve a un mundo muy distinto al que dejó en el pueblo de Jerusa, donde el ecosistema social ha sufrido algunos cambios. Su residencia, la Pardina, por ejemplo, es ahora propiedad de una pareja de sus antiguos sirvientes y él debe acogerse a su hospitalidad para alojarse allí, aunque estime que, por su clase social, debe ser servido por éstos. Cuando advierte que es atendido de mala gana, se lamenta de la ingratitud de la que está siendo objeto. Para él, la nobleza no es una cualidad que pueda ser adquirida con dinero, sino algo con lo que se nace. Como dispone su divisa, Albrit es un león cansado, pero sigue teniendo terribles accesos de ira. Los reproches que les dedica resumen su visión del mundo:
"No tenéis ni un destello de generosidad en vuestras almas ennegrecidas por la avaricia; no sois cristianos; no sois nobles, que también los de origen humilde saben serlo; no sois delicados, porque en vez de dar un consuelo a mi grandeza caída, la pisoteáis; vosotros que en el calor, en el abrigo de mi casa, pasasteis de animales a personas. Sois ricos… pero no sabéis serlo. Yo sabré ser pobre, y puesto que con vuestras groserías me arrojáis, me iré de esta casa, en que no hay piedra que no llore las desgracias de Albrit."
En realidad el regreso del conde de Albrit, despojado de su antigua autoridad aunque con un halo de nobleza todavía visible en su figura, es una situación incómoda para algunas de las fuerzas vivas del pueblo, que intentan convencer al protagonista para que acabe sus días enclaustrado en un convento, que sea un nuevo Carlos V en su Yuste particular.
Porque lo que pretende Albrit es remover el pasado, arrojar luz sobre las dramáticas circunstancias de la muerte de su último hijo. Si bien nunca aceptó a Lucrecia, su nuera, la revelación de que una de sus nietas podría ser fruto de una relación extramatrimonial es más de lo que el honor del anciano puede consentir. "Yo... también te perdonaría... si pudieran ir juntos el perdón y el desprecio", son las terribles palabras que dedica a una nuera que ha mancillado la dignidad de su hijo difunto y, por ende, el de su familia. Es el honor, un concepto ya caduco en la España de hace más de un siglo, uno de los principales temas de la obra, ya que es lo que define a don Rodrigo:
"No he inventado yo el honor, no he inventado la verdad. De Dios viene todo eso; de Dios viene también la muerte, fácil solución de los conflictos graves. (...) La causa de que las sociedades estén tan podridas, la causa de que todo se desmorone es la bastardía infame… el injerto de la mentira en la verdad, de la villanía en la nobleza…"
Junto a don Rodrigo, encontramos a otro personaje memorable, don Pío Coronado, el preceptor de las nietas, un hombre que se define a sí mismo como un ser tan bueno que llega a despreciarse a sí mismo y a la vez odia a un género humano contra el que carece de medios de defensa. Don Pío, como poseedor de la sabiduría de los libros, es despreciado por todos (recuérdese un dicho de nuestra España eterna, pasar más hambre que un maestro de escuela) y actuará como una especie de escudero del noble Albrit, aunque su máximo anhelo sea un suicidio que ponga fin a sus sufrimientos.
El abuelo es una narración sobre la decadencia. La decadencia de un personaje que vive amargamente su ocaso y de un país que se aferra a grandezas pasadas mientras las tradicionales clases privilegiadas asisten perplejas al ascenso irresistible de quienes hasta entonces no han vivido más que para servir. El conde de Albrit, en su ancianidad, es un personaje que puede conmover a ratos, pero detentador de ciertas actitudes y comportamientos que causan rechazo al lector actual, en su obsesión por conocer la verdad, aunque sea dolorosa. Un personaje profundamente humano, víctima del irrefrenable paso del tiempo:
"Historia, cosas pasadas, que sólo dejan tras sí un letrero, una inscripción… Todo se borra, ¡ay! aun las piedras escritas. Cuando la roña y el musgo las empuercan, y se han criado en ellas cien generaciones de arañas y lagartijas, viene el progreso, y las manda picar para escribir otra cosa… o aprovecharlas en una alcantarilla. No me quejo, no. Ese es el mundo. Rodamos todos hacia lo infinito."
La versión cinematográfica de José Luis Garci se apoya sobre todo en la magistral interpretación de Fernando Fernán Gómez de un personaje que parece concebido a medida para él, secundado por un solvente Agustín González que encarna a un Senén mucho más maduro que el original, pero igualmente rapaz. El resto del elenco está muy descompensado frente a estos dos monstruos de la interpretación, aunque lo más llamativo del conjunto (en sentido negativo) es que las voces de algunos actores y actrices están dobladas y eso le da un tono muy poco natural a las interpretaciones. Además Garci usa y abusa de las escenas presuntamente trascendentes hasta el punto de saturar al espectador. A pesar de todo esto y del ritmo cansino que le imprime a la historia en muchos momentos del metraje, se trata de una aproximación a la obra de Galdós que no carece de interés.