EL ABUELO GUILLERMO
De: Jorge Escamilla Udave
Guillermo mi abuelo materno era de esos viejitos inclinados a las anécdotas y como el tiempo ya no le corría prisa, cuando lo visitaba en su cuarto de solitario lo encontraba siempre rodeado de soledades. Al verme llegar se disponía a disfrutar de una charla amena compartiendo sus más estimados recuerdos; solía entonces sentarse en su rincón preferido y pedía colocar mi silla muy próxima a la suya. Era la señal, el ábrete sésamo de la memoria dando paso al anecdotario de un pasado idealizado que de tanto contarlo había acomodado cada frase y cada cosa en un lugar especial.
Sus anécdotas parecían estar ligadas por un invisible hilo conductor, por esa razón iniciaba así de repente, en cualquier momento y sin aparente aviso; recuerdo que tenía una fascinada predilección por las anécdotas de su infancia que vio transcurrir en el apacible y pequeño pueblo de Balsas, Guerrero, esa pintoresca población que el río dividía su caserío en dos fracciones, de lado y lado de su facundo caudal.
La infancia del abuelo transcurría tranquila, eran los albores del siglo XX, en los últimos tiempos del gobierno Porfirista entre los estruendos revolucionarios y el utópico anhelo de paz y progreso. La introducción del Ferrocarril vino a dar realce momentáneo a este rincón olvidado, ya que por esa época quedaron unidas sus extremos ribereños por un portentoso puente metálico, fuerte, alto y en cuyas pretensiones eran continuar el tendido de vías hasta el Puerto de Acapulco, lo que nunca llegó a realizarse; por esa razón de ahí se devolvía, pasando por una infinita lista de poblaciones que se fueron acercando a las estaciones aprovechando el comercio de viandas; la oportunidad de transportar sus mercancías o simplemente para viajar a Cuernavaca y si se quería de aventura hasta la ciudad de México.
Balsas quedó entonces aislado dentro de un rehoyo, último reducto de un camino ferroviario trunco, por esa razón muchas de las mercancías que ahí se producían eran entregadas en pie como los hatos de chivos que eran arriados hasta el Puerto de Acapulco, entonces punto más cercano para su venta y embarque.
El riesgo que se corría era muy grande, pues las bandas de asaltantes de caminos que en nombre del movimiento revolucionario de 1910 despojarán de los valores a los viajeros; se trataba de personas dedicadas a una vida sin oficio ni beneficio, cometiendo toda clase de barbaridades. Como el trayecto era largo y se tenía que realizar caminando y arriando a los animales, se hacía veredeando para cortar camino a través de cañadas, cruzando ríos y montañas, para evitar toparse con las gavillas de facinerosos y uno que otro solitario ladronzuelo. Y como arte de magia la imaginación del abuelo Guillermo se trasladaba a las aventuras en los que estaban presentes las figuras de los temibles asaltantes de caminos.
–cuando al lado mi tío arriamos chivos hasta Acapulco, recuerdo que únicamente nos deteníamos para lo necesario, como por ejemplo, abastecernos de agua, ya que mi tío era tan desconfiado que prefería comer en plena marcha para no dar pie a un asalto en despoblado, y de ser posible ir pisándole los talones a quienes iban delante de nosotros procurando establecer una especie de caravana en caso de requerir auxilio. A pesar de todo tenía sus buenos ratos y acostumbraba aligerar el trance del tortuoso camino, contando historias, algunas leyendas, cuentos y aventuras que parecían ser el único momento de distracción a su atribulada vida de comerciante.
–Puede resultar curioso que nuestra memoria recuerde las cosas más sencillas ocurridas en un tiempo remoto, a mi me pasa a menudo recordar con claridad los momentos en que mi tío aprovechaba para contar aventuras, me viene a la mente cómo se iluminaba su rostro y sus ojos brillaban cuando se enfocaba en hablar de las pequeñas cosas que atesoraba en un lugar muy especial de su memoria. En las tardes cuando el chiverio caminaba en bloque, por el sonido hipnotizante del cencerro del macho que iba a la vanguardia, era el momento que le apreciaba adecuado para sus relatos.
Le gustaba que yo echara a volar la imaginación contando historias salpicadas de momentos dramáticos, pero sin faltar los chuscos y divertidos, provocando en mi espíritu toda clase de sobresaltos, risas de nervios y de divertidas escenas bufas, deleitando mi inocente capacidad de asombro precisamente con los “asalta caminos” que al parecer eran sus personajes preferidos. Una anécdota muy especial que causó gran efecto en mis inolvidables recuerdos infantiles y que hoy recuerdo como si fuera ayer que me la contara, es aquella donde se mezclaban supersticiones y miedos que entonces la gente tenía alrededor de fantasmas y aparecidos, acompañada claro está, de robos y asaltos ingeniosos; me tomaba entonces del hombro y comenzaba el relato:
–Ay chino, si yo te contara, no me lo ibas a creer! Déjame decirte que los asaltantes de caminos tienen un ingenio muy aguzado para lograr robar las pertenencias de los viajeros, a veces sin ser vistos, para ellos resulta fácil quitar los calzones, sin bajarle a uno los pantalones.
–Entre las risas de ambos, procedía a realizar la pregunta que él esperaba que le formulara: ¿Usted alguna vez enfrentó a bandoleros tío?
–¡Claro que no! para qué voy a mentirte, pero conozco las historias que me han contado algunos arrieros, a quienes han tenido la desgracia de haberles ocurrido las cosas más absurdas.
–¿Qué cosa por ejemplo?
–Algunos creían que todo se paga en esta vida, ¿haz escuchado el refrán popular que reza «ladrón que roba ladrón, tiene cien años de perdón»?. Pues es una verdad palpable, por eso la gente cree ciegamente en dicha sentencia.
–Alguien me comentó que un arriero llevaba su mula cargada de mercancías por lo que caminaba junto a ella; justo cuando iban a la mitad del camino, en un paraje solitario de la Sierra, al salir de una curva encontró un guarache completamente nuevo; amarró la rienda en una de las ramas del árbol próximo, se lo calzó y se sorprendió al ver que le quedaba pintado, sin quitárselo buscó con afán el par sin encontrarlo, con todo el dolor de su corazón se deshizo de él pensando “un arriero descuidado dejó abierta su valija de viaje en donde la guardó luego de haber comprado el par ¡qué lástima encontrar uno, Ansina no me sirve!”.
–Desamarrando la mula continuó su camino, sin percatarse de que alguien lo había estando observando y que al perderse en la vuelta del camino, saliendo de entre la arboleda tomaba el guarache y que sin perder tiempo lo introducía en su morral, mientras que por una brecha iba cortando y adelantaba su camino para llegar al claro donde había decidido depositar el guarache contrario y tender la trampa a la que estaba seguro caería con la ingenuidad que caracteriza al avaricioso.
–Luego de colocarlo volvió a esconderse fuera de la vista de su víctima; el inocente se encontraba con la sorpresa de encontrar el par y arrepentido de haber dejado el otro, se mostraba resuelto a regresar, calculando la pérdida de tiempo de hacer junto con la mula, la escondía entre matorrales, seguro de que no tardaría.
Mi tío guardaba a propósito silencio para que yo me viera precisado a señalar:
–!Uy, que tonto! Se quedó como el perro de las dos torta, verdad?».
Mi abuelo poseído por una extraña regresión volvía a sus años mozos y reía frenéticamente golpeando la punta del bastón en el piso incesantemente, sumido en sus recuerdos retornaba al relato de su tío.
–Claro está que al llegar al primer sitio y no encontrar lo que buscaba, lo invadía la zozobra y por más que su angustia lo apresuraba, era la triste realidad que lo enfrentaba al despojo. Al regresar por el guarache el ladrón confiado salió de su escondite, recogió y guardo juntos ambos guaraches dentro de su morral, desató la rienda de la mula y con toda la calma del mundo emprendió camino sabiendo que las mil veredas estaban llenas de huellas de hombres y bestias, pensó entonces “más tardaría en encontrar una señal que le indicará el camino que escogí en la huida, que yo en llegar a un sitio seguro y rematar por algunas monedas la carga y la bestia, con lo que me podré comprar muchas cosas que necesito”.
–No contaba, que un tercero en discordia observaba todos sus movimientos, decidido a someterlo a la misma pena al despojarlo de lo suyo junto con lo robado. Tomando ventaja por la vereda por la que seguro pasaría, en su correr cauteloso por encontrarse descalzo, prefirió hacerlo junto a la arboleda que franqueaba el camino, consciente de no dejar huellas que lo hicieran sospechar de cualquier celada. Cuando se percato que era el lugar conocido como «el paso del anima en pena», se detuvo para utilizar como arma el miedo a los aparecidos, sabía que pocos se arriesgaban a franquear la montaña por ese lugar, que hacia una garganta entre un risco que se despeñaba en profundo precipicio y la serranía que se continuaba elevando sus crestas, aunque acortaba varias horas el trayecto al pueblo más cercano, al comenzar a pardear la tarde e intentar el cruce, a la mitad la noche cerraba su manto; de correr con suerte de no morir por un posible resbalón y caer sin remedio hasta el fondo quedando hecho pedazos; entonces sería presa del miedo y lo encontrarían al otro día bien muerto y tieso, víctima del espantoso espectro que ya había cobrado muchas vidas.
–A eso se arriesgó en su lance: engañar al bandido jugando con su miedo. Abrió la boca del costal que había traído doblado entre su ruinosa camisa y como pudo se metió apretando con ambas manos el interior de la boca del costal, por lo que a simple vista parecía la carga que alguien dejara olvidada por algún extraño motivo, y vino entonces el tiempo de la espera. Durante ese tiempo estuvo revisando e imaginando cada paso de su arriesgado plan: se dijo: “estoy seguro de que lo primero que hará al llegar, es ver el costal justo después de pardear y cuando la noche cierre su negro manto, se dispondrá a cruzar, pues él se sabe seguro de que nadie lo sigue y que no cree en fantasmas ni nada por el estilo, piensa que las apariciones son producto del temor de almas débiles y por eso se presume valiente; aunque estoy cierto que a cualquiera a la hora de la hora le sale lo cobarde”.
–Al llegar por delante jalando la mula y con el morral terciado, se detuvo extrañado al mirar el bulto en medio del camino, con aparente valentía, sacó del arzón el machete y decidido se lanzó hacia el costal gritando: “a mi los muertos sólo me pelan los dientes, y si alguien quiere pasarse de vivo, ¡conmigo se muere!”. Al escuchar la amenaza, fue tiempo de actuar surgiendo como un verdadero espectro desde el fondo del costal, mientras gritaba impostando la voz con ayuda de un pedazo de otate metido entre los dientes que lo hizo parecer de ultratumba mientras gritaba “¡Tú serás el muertoooooo!”.
–El costal cayó a sus pies y junto rebotó el cuerpo inerme del bandido, con la mano izquierda crispada y la derecha sin haber soltado el machete y en el rostro se dibujaba una mueca de horror. Saboreando su triunfo y sintiéndose libre de pecado, calzó los guaraches sin importar que le quedaban un poco grandes, con calma ajustaría las correas más tarde. Se terció el morral y con calma agarró las riendas de la mula, mientras se santiguaba decidió no arriesgarse a cruzar la garganta del risco, prefiriendo desandar el camino, puesto que ¡él sí creía en fantasmas!
Cuando el abuelo Guillermo se quedaba quieto y silencioso, sabía que era tiempo de dejarlo sólo con sus recuerdos, le besaba la frente mientras que en su rostro se dibujaba una sonreía, de seguro se encontraba disfrutando de otra aventura de su infancia.
su rostro se dibujaba una sonreía, de seguro se encontraba disfrutando de otra aventura de su infancia.