Revista Opinión

El accidente

Publicado el 30 septiembre 2012 por Miguelmerino

Subió al coche con la displicencia de los automatismos. Cerró la puerta y con la misma inercia se abrochó el cinturón de seguridad, colocó el retrovisor interior y miró los laterales, sacó de la guantera el reproductor de cedé y lo colocó en su sitio, metió las llaves en el contacto, puso en marcha el coche y arrancó lentamente.

El recorrido no invitaba a salirse del modo automático. Era el mismo recorrido de todos los días. El mismo recorrido que día tras día, con raras excepciones, transitaba por duplicado. Por la mañana y por la tarde. Con monotonía aceleraba, frenaba en las curvas, cambiaba las marchas. Días había que llegaba a su destino y no era consciente de haber pasado por los sitios que tenía que pasar, de haber parado en el stop de Aleña, de haber rodeado la rotonda de Azuaga y tomado la salida de Archana. Pero hoy decidió hacer algo distinto. Cuando enfiló el descenso de Ateinza, en lugar de recoger el coche en tercera, lo dejó seguir en quinta, sabiendo de antemano que no podía hacer el descenso con el coche suelto. Se acercaba la curva del Aire y debería reducir la marcha. Metió cuarta, tercera y se dio cuenta que ya no sería suficiente. Justo al entrar en la curva, por la izquierda, pisó el freno. El coche se le fue de atrás, golpeó contra el quitamiedos y salió despedido. El maldito peralte estaba al revés, todo el mundo lo sabía. Pensó: – Hasta aquí llegamos. Un pequeño vuelo de unos segundos, un fuerte impacto y a mejor vida. Es imposible sobrevivir a esta caída. Mentalmente se despidió de su mujer, de su hija. Imaginó la que se iba a armar en la redacción cuando se enterasen. ¿Quién escribirá la noticia? Seguro que Pereda. Menudo papelón, él que me odia, va a tener que escribir sobre lo buena persona y mejor escritor que soy. ¡Qué ironía! Y además, seguro que lo hará bien, porque tiene buena pluma el cabrón. A mí no me duelen prendas en reconocerlo. –

De pronto supo que no iba a morir. Sí, lo vio claro. No había llegado aun su hora. No había pasado la película de su vida en breves segundos por su mente, sólo el cabrón del Pereda y su necrológica. Así que se iba a salvar.

Despertó y cuando se disiparon las brumas de su cabeza se levantó, con esa sensación casi esotérica de no saber aun como te has librado de lo que quiera que te hayas librado, porque no recuerdas el sueño. Sólo tienes la inquietante sensación de haber estado en peligro, de haber escapado por los pelos.

Se fue al baño y bostezando y restregándose la cara se asomó al espejo y éste, le devolvió la mirada envuelta en desencanto.


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