Pedro Paricio Aucejo
Sentados o de pie, andando o inmóviles, pasivos o hiperactivos…, los seres humanos nos encontramos siempre a la espera de acontecimientos: sin saber cuántos, ni cuáles, ni cómo se desarrollarán, pero –en todo caso– esperando. La vida puede percibirse como la sucesión de esperas –una sustituye indefectiblemente a otra– arrastradas por el caudal imparable del tiempo. Es una actitud natural sin remisión: nuestro ser está abocado a la recepción del devenir que en cada momento le depara la existencia.
Pero ¿qué se espera? El hombre aguarda el paso de la vida que en estos momentos vive, pero está también al acecho de la vida que no cesa y que, al tener que llegar después de la presente, justifica su inevitable espera. Para que ésta adquiera sentido ha de ser una espera con esperanza. Si seguimos adelante en nuestro itinerario es porque (al experimentar en lo más íntimo una generosa apertura al fundamento de toda realidad) sentimos que el camino no puede reducirse a lo que andamos. ¿Acaso –aunque se hundan nuestros proyectos vitales– no nos percatamos de que siempre esperamos algo y, por ello, seguimos luchando?
Gracias a esa tendencia innata es posible comenzar de nuevo, de modo que, cuando no sentimos una esperanza concreta, vivimos con la esperanza de tenerla. Ella nos asiste con el aliciente de lo que se sospecha. Se muestra como una llamarada de vida cuyo resplandor permite confiar en la futura posesión plena de una luminaria de la que ahora no atisbamos más que su fulgor. Como profunda motivación de nuestra naturaleza, la esperanza no es otorgada por el hombre, pero requiere que intransferiblemente la asuma para adquirir así todas sus virtualidades.
Si la esperanza ocupa un puesto central en las aspiraciones humanas, no fue una excepción en las de Santa Teresa de Jesús, en quien –según el carmelita leonés Ciro García Fernández (1939)– el arco de la esperanza abarcó toda su vida: desde su infancia y conversión religiosa hasta la cumbre del matrimonio espiritual; y desde las cimas de la unión mística hasta el encuentro definitivo con el Señor en la gloria¹.
Inicialmente, sus anhelos juveniles se concentraron en el deseo de sufrir el martirio con el fin de ‘gozar de Dios para siempre’ (disfrutando ‘tan en breve de los grandes bienes que leía haber en el cielo, y juntábame con este mi hermano a tratar qué medio habría para esto’). Con este propósito crecieron en ella los ‘deseos de las cosas eternas’, la conciencia de la caducidad de las terrenas y el correspondiente esfuerzo por ganar las imperecederas.
La presencia de Dios en su alma le desencadenó grandes ímpetus de amor, que le hicieron desear vivamente el encuentro absoluto con Él. No solo se abandonó a su voluntad (‘póngome en [sus] brazos, y venga lo que viniere’), sino que ajustó sus pasos a ella por medio del crecimiento en el amor, preludio de la plenitud futura (´la mayor cosa que yo ofrezco a Dios por gran servicio, es cómo siéndome tan penoso estar apartada de Él, por su amor quiero vivir’).
Unos veinte años de lucha le costó a la carmelita castellana integrar las realidades presentes –especialmente la seducción de bienes terrenos como la honra, la amistad y el amor humano– en la esperanza cristiana (‘no quiero mundo ni cosa de él, ni me parece me da contento cosa que salga de Vos’) y poner toda su confianza en Dios hasta el encuentro definitivo con Él (‘vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero,/ que muero porque no muero’). Esta es la meta final a la que se orientan todos los pasos de Teresa. Es la dimensión escatológica de su esperanza, que –en perenne tensión dinámica– le llevó a vivir el tiempo actual como anticipo de la vida futura, con la consiguiente lucha por descubrir la plenitud del ser en la humanidad resucitada y gloriosa de Cristo.
Esta vivencia íntegra de la esperanza no arrancará a la monja abulense del presente temporal ni del drama de la Iglesia europea de su época, sino que la sacará de la clausura para hacerse andariega y fundadora: ‘por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos, en especial cuando ven los pocos que hay que de veras miren por su honra’. Como señala el doctor García Fernández, la esperanza escatológica de la reformadora española –núcleo de su espiritualidad– es “una polarización entre el deseo de morir para encontrarse definitivamente con Cristo y el deseo de seguir viviendo para servir a los hermanos y a la Iglesia”². Es la ratificación de la misión de la esperanza cristiana “como principio inspirador y renovador de las realidades terrenas” y fundamento de los cielos nuevos y la tierra nueva³.
¹Cf. GARCÍA FERNÁNDEZ, Ciro, “La escatología y la esperanza cristiana en Santa Teresa de Jesús”, en AA. VV., Escatología y vida cristiana, XXII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2002, pp. 425-436.
²Op. cit., pág. 434.
³Ibid., pág. 436.
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