Revista Cine
Llevábamos media hora viendo The act of killing y mi mujer dijo que ya no podía más. Es una película impresionante, vino a decir, una historia increíble y tiene un planteamiento completamente original, pero ya he captado la idea, no puedo seguir.
Es posible que la maldad sea en algunos casos difícil de entender. Quizás, tras lo que vimos en el siglo XX y lo que estamos viendo en los comienzos de éste, la forma más sencilla que hemos encontrado para entender el mal sea aceptar no sólo que éste forma parte de nosotros, sino que cualquiera de nosotros puede ser capaz de cometer las mayores atrocidades imaginables. O, dándole la vuelta, que los actos más viles y salvajes son con frecuencia cometidos por personas con las que, en otras circunstancias podríamos haber compartido una cerveza y unas risas. Naturalmente, uno puede elegir entre otras muchas explicaciones, pues, sea el egoísmo, el fanatismo o la ausencia de valores, éstas nunca van a faltar.
Tráiler de The act of killing
Viendo The Act of Killing uno no puede evitar plantearse esa pregunta. ¿Qué lleva a un hombre que ha asesinado a sangre fría a centenares de personas, a celebrar y vanagloriarse de esos asesinatos, aún cuarenta años más tarde, con risas y al ritmo de un chachachá? Quizá ese propio hombre, llamado Anwar Congo, un seductor verdugo convertido en héroe, que de héroe pasa a payaso y de payaso a víctima, podría respondernos. Pero quizá no sea esa pregunta la que más le interesa al director, Joshua Oppenheimer.
Esta impresionante película recupera para la avergonzada memoria de la humanidad uno de esos genocidios que caracterizaron el pasado siglo y que, como otros, cayó en el olvido de todos salvo sus víctimas y familiares. En Indonesia, en 1965, tuvo lugar un fallido golpe de estado instigado, según la versión oficial, por el Partido Comunista de Indonesia, lo que dio pie, posteriormente, a la toma de poder por parte del general Suharto y a la represión brutal de los miembros del Partido Comunista y de cualquiera sospechoso de simpatizar con ellos. Todo ello, mientras occidente miraba a otro lado. Al fin y al cabo, estábamos en el momento más gélido de la Guerra Fría.
Joshua Oppenheimer junto a algunos de los protagonistas
El director no se centra en la historia de las matanzas. De hecho, en palabras del propio Oppenheimer, The act of killing no es un documental histórico, sino una película sobre la impunidad. Por ello no encontraremos testimonios de las víctimas. Asimismo, de los acontecimientos políticos que condujeron a aquellas matanzas no se nos ofrece más que la mínima información necesaria para poder entender quién se enfrenta a quién. O mejor dicho, quién secuestra, tortura, mutila y asesina a quién. Y lo hace con un truco narrativo, por llamarlo de alguna manera, nunca visto antes en un documental de esta naturaleza.
Cuando se encontraba en Indonesia preparando el rodaje de un documental sobre un sindicato en una plantación en el norte de Sumatra, Oppenheimer observó que la gente no se atrevía a hablar. Descubrió que el origen de ese miedo se remontaba a cuarenta años atrás, y así fue cómo empezó a interesarse por las Masacres de 1965. Tras numerosas conversaciones y entrevistas con hasta cuarenta miembros de los escuadrones de la muerte indonesios, llegó hasta Anwar Congo, un hombre cuyo carácter campechano y aspecto de inusitada longevidad nos recuerda a los músicos de Buenavista Social Club. Oppenheimer consigue convencer a Congo para que se embarque en su proyecto de contar al mundo su versión de lo que ocurrió durante aquella siniestra época. Y claro, la versión de un verdugo es la que es, pero aquí entra en acción el genio del director...
La organización paramilitar Pemuda Pancasila. Sobra todo comentario
... o no. O quizá sea el genio de la vanidad. O el de la imaginación.
Oppenheimer convence a Congo para que le hable de su modo de trabajo, y Congo se pone en contacto con sus colegas de torturas para recordar los viejos tiempos. Cuenta el director en una entrevista que el primer verdugo al que entrevistó le dijo: "deje que le muestre cómo maté a las Gerwani (el Ala de Mujeres Comunistas)". Acto seguido, el verdugo hizo venir a su esposa para recrear aquel crimen. "¿Qué está pasando aquí?", se preguntó Oppenheimer. Porque a partir de aquel momento esta reconstrucción de los crímenes se va desarrollando y haciendo más compleja y sofisticada, se convierte en el núcleo de esta extraordinaria película, y marca, probablemente, un hito en la historia de los documentales.
Congo demuestra su habilidad con el alambre. Segundos después se marcará un chachachá, y el estrangulado dirá de él: "he aquí un hombre feliz"
Ver actos violentos reales es siempre desagradable. Cuando vemos escenas de asesinatos, torturas o ejecuciones en una película de ficción, la conciencia de que esa violencia no es real y esa sangre no es más que ketchup puede ayudarnos a soportarla. En The act of killing ese distanciamiento que produce la ficción es doble, ya que las escenas de tortura ni siquiera aspiran a ser ficticias. Es decir, en lugar de tener actores simulando una tortura real, tenemos a unos verdugos que discuten sobre el mejor modo de filmar un asesinato, mientras la víctima, con la navaja al cuello, sonríe a la cámara. Nada podría ser más falso. Pero lo que hace estas escenas tan difíciles de soportar es, precisamente, que sabemos que fueron reales. No tenemos, pues, el conocido recurso narrativo de la ficción dentro de la ficción, sino la realidad dentro de la realidad. Vemos a los asesinos gritar ¡corten, corten!, vemos a las víctimas levantarse, vemos a asesinos y asesinados comentando la jugada, pero vemos también a los niños, incapaces de entender el juego, llorando aterrorizados al ver a su abuelo golpeado y su aldea ardiendo.
La glorificación televisiva (en un programa regional que indigna a los propios indonesios) de los asesinos
Poco a poco, como decía más arriba, el juego de la imaginación se va haciendo más sofisticado. De la reconstrucción de las sesiones de tortura pasamos, por ejemplo, a la filmación de las pesadillas de Congo. Sí, el verdugo admite que no ha dejado de tener pesadillas, y sitúa su comienzo en el día en que decapitó a un hombre y no le cerró los ojos, que no han dejado de mirarle desde entonces.
Pero si The act of killing es una obra maestra del cine documental, es evidente que no lo es sólo por mostrarnos la impunidad de un puñado de asesinos, así como la vergonzosa connivencia de un gobierno gangsteril. Su planteamiento, como ya hemos señalado, es pionero en el género y permite al director enfocar la historia de este genocidio como un estudio de la culpa, del remordimiento, de la vanidad, del modo en que funciona nuestra memoria, y de los mecanismos que empleamos para intentar defendernos de los fantasmas de nuestra conciencia. Anwar Congo se convierte así en mucho más que un vulgar ratero devenido sádico asesino que no sabe ni por qué mata. De hecho, hay quien ha relacionado la película con la obra de Hannah Arendt sobre Adolf Eichmann. "Los actos fueron monstruosos, pero quien los cometió era una persona normal y corriente, ni diabólica ni monstruosa".
Gracias por haberme ejecutado
Cuando mi mujer se levantó para irse a la cama, me preguntó incrédula si pensaba seguir viendo esta película. Sí, le dije. Supongo que habrá algún tipo de desarrollo, no creo que sea simplemente una colección de escenas de tortura. Y efectivamente, lo hay.
En el rodaje de las diferentes escenas los verdugos hablan y discuten, entre otras cosas, sobre la conveniencia o no de realizar este documental. Todos ellos aman el cine, y afirman que se inspiraban en las películas de gángsters para algunas de sus ejecuciones. A uno de ellos no le parece buena idea, ya que dañará su imagen, mientras que otro, Herman Koto, responde que es "la verdad" y la gente tiene derecho a conocerla. Algo parecido sucede cuando, en la reconstrucción de la masacre de una aldea, el ministro de (si no recuerdo mal) deportes, que está presente, sugiere, dirigiéndose a todo el equipo, que quizá esa escena sea mala para su reputación, pero al cabo de unos segundos se desdice y ordena que no se destruya esa escena, para que el mundo sepa que Pancasuli (la organización militar más grande de Indonesia, de la que todos estos asesinos son miembros) pueden ser aún más fieros. Y mientras todos ellos hablan, observamos que Congo cada vez guarda más silencio, y Oppenheimer nos lo muestra en algo que podrían ser momentos de reflexión.
Congo viendo con sus nietos una escena de tortura
En este juego de realidad dentro de la realidad, surge, como en la obra de teatro a la que el rey Claudio asiste en Hamlet, la verdad. Un hombre que está a punto de participar como víctima en una escena de tortura cuenta entre risas cómo su padrastro fue asesinado por un escuadrón de la muerte. Recuerda que nadie, ni vecinos ni amigos, les ayudó a recoger el cadáver que estaba tirado en la calle, ja ja ja. ¿Tanto odiaba a aquel hombre o, sencillamente, aún hoy es incapaz de reprochar nada a los asesinos? Comienza el rodaje de la escena, y el hombre, que interpreta a alguien que sabe que va a morir, llora. Pero ese llanto, esas lágrimas y esos mocos son reales. Congo se lo mira en silencio. Más tarde él mismo se prestará a hacer de víctima en una escena parecida.
Como podéis ver en el póster que abre esta entrada, la película recibió numerosos galardones. Naturalmente, no se libró de algunas críticas, relativas, sobre todo, a la fidelidad a los hechos, a la línea entre realidad e imaginación, y a la manipulación por parte del director. En mi opinión, dichas críticas son injustificadas, pues parten de una premisa errónea: la de que estamos ante un documental al uso.
Y no penséis que os he contado demasiado. En absoluto. Como obra maestra que es, The act of killing esconde mucho más.