Revista Cultura y Ocio
A veces, la vida nos coloca ante una persona a quien no podemos tener; o en una situación en la que no podemos quedarnos. Y mucho más tarde descubrimos, con dolor o con melancolía, que en ese espacio de luz se encontraba la dicha más pura esperándonos, aunque por cobardía o por imposibilidad no pudiésemos aferrarla.Le sucede al pobre Montero, un tipo pusilánime que vive en la Barcelona de 1945 y que escribe versos de dudoso valor (“Yo no sé si fue un gran poeta, pero imagino que debió de serlo, porque no lo cita ninguna antología”). Durante la guerra civil, fiel a su sencillo espíritu republicano, “defendió a Cataluña en el paso del Ebro, no como otros poetas que la defendieron comiendo marisco en Tahití, y a los que todavía se tributan homenajes de cuatro barras y cinco tenedores”); pero ahora la mala suerte ha querido que reciba un disparo de la policía y que deba huir con la bala alojada en su cadera. Así conocerá a Ana, que lo recogerá en el piso donde se dedica a escribir a solas, alejada de su marido, el impetuoso inspector Ponce, fascista convencido. Transcurrido un tiempo, y cuando éste empieza a considerar que esa casa de su mujer es más un picadero que un refugio intelectual, ella venda los ojos de Montero, le facilita un salvoconducto y lo conduce hasta un tren que lo lleva a Francia.Años después, instalado en Nueva York, Montero comenzará a utilizar el tiempo de vacaciones para volver a Barcelona y tratar de encontrar a aquella mujer de la que se enamoró secretamente… Pero el tiempo establece siempre sus gabelas y no siempre está dispuesto a mostrarnos su cara más amable.Una novela corta de Francisco González Ledesma que tiene un raro privilegio: es, en los últimos seis o siete años, el primer libro cuya conclusión me ha hecho llorar.