Revista Educación
Cuántos de nosotros/as, que somos madres y padres, recordamos con inmensa alegría las semanas, los días previos al nacimiento de nuestros hijos/as, ¿verdad?. Son días de ilusión y de inquieta espera, en los que se ultiman los preparativos para la llegada de un nuevo miembro a la familia, que precisará de toda nuestra atención y de nuestro afecto. Desde meses antes, seguramente, nos hemos ido pertrechando de ropitas, de artículos para su cuidado, hemos preparado una cunita, acicalado su cuarto..., en definitiva, hemos redecorado nuestra vida para hacerle un hueco a esa nueva personita que llega. ¡Cuántos sentimientos y emociones!. Cada vez que pienso en ello, en estas semanas previas a la Navidad, no puedo dejar de reflexionar acerca de María de Nazaret, una mujer jovencísima que, por estas fechas, estaba a punto de dar a luz a su Hijo, Jesús, del que ya sabía que vendría al mundo para encarnar a Dios en la Tierra. ¡Cuánta ilusión y gozo no tendría esa humilde muchacha!, no sólo porque iba a ser madre, sino también porque sería la Madre de Dios. ¿Cuántos preparativos, posiblemente más emocionales que materiales, estaría ultimando en estas semanas previas al nacimiento de su Hijo?. Tendría sus ropitas preparadas, su cunita, habría redecorado su humilde vida para hacerle un hueco inmenso a Jesús. Y sin embargo, lo que tendría que convertirse en un gozo inmenso, se torna en una huída, casi con lo puesto, para evitar la persecución que Herodes había proclamado a los cuatro vientos contra los varones recien nacidos en aquellas fechas. Quiero pensar que María y José, emprendieron viaje desde Nazaret hasta llegar a Belén, con cierta tristeza por no poder acoger a su Hijo en aquel hogar que tan celosamente habían preparado para Él. Quiero pensar que ese largo trayecto de una mujer a punto de dar a luz, subida en un equino, no fue nada placentero ni conveniente para su salud y la de su Hijo. Quiero pensar que si a cualquiera de nosotros nos sucediera lo que a María y José, que a punto de dar a luz no encontrásemos cobijo en ninguna posada y tuviésemos que "alojarnos" en una cueva en la que se refugian animales, seguramente húmeda y con el hedor que las bestias suelen despedir, se nos derrumbaría el alma y hubiésemos pensado que ese no era, ni de lejos, el mejor lugar para que naciera nuestro hijo. Igual que pienso esto acerca de cualquiera de nosotros/as, imagino a María y José, apresurándose para adecentar el pesebre, colocando una telas sobre el suelo para que el Hijo de Dios viniera al mundo, esperándolo con inmensa bondad y generosidad, y no precisamente tristes y apesadumbrados, sino llenos de gozo y de dicha, esperanzados, llenos de alegría porque eran los elegidos para recibir en sus manos a Jesús. ¡Cuánta calidad humana hay que tener, qué altura de miras, qué capacidad para esperar con esperanza y superar todo tipo de adversidades impulsados por la fé!. María de Nazaret, la Virgen María, y su esposo José, San José, encarnan para mí el ejemplo de lo que todo ser humano tendría que experimentar en esta fechas navideñas. El adviento es un tiempo en el que debemos prepararnos para la venida del niño Jesús, y en el que debemos estar alegres a pesar de las dificultades "mundanas" que tengamos, porque es también un tiempo para aprender a superar las adversidades y esperar con esperanza la llegada a nuestras vidas de un ser maravilloso y un verdadero maestro de vida, Jesús de Nazaret. Os invito a que hagáis esta reflexión con la que despido el 2014 y, si podéis, la compartáis con vuestros/as hijos/as. Será una gran lección en valores. Feliz Navidad y próspero 2015