Revista Cultura y Ocio

El afán poseedor de Emma Bovary

Publicado el 10 febrero 2010 por Avellanal

El ensayo que Mario Vargas Llosa –un erudito amante de otras criaturas tan dispares como Jean Valjean, David Copperfield, D’Artagnan y Pierre Bezukhov– le dedicó a Madame Bovay versa menos sobre la novela homónima de Flaubert que sobre el personaje en sí mismo, considerado como un ser independiente de la creación literaria, que no obstante su encasillamiento constante y sonante, ha logrado trasponer no ya las barreras del arsénico, sino las propias murallas de la «realidad ficticia» para enriquecer con su persistente presencia la, a veces, absurda y compleja «realidad real» del último siglo y medio.

Habiendo tenido la dicha de leer algunas de sus novelas, que lo han convertido –con total justicia– en uno de los narradores canónicos de las letras latinoamericanas, se me hace preciso decir que el escritor peruano exterioriza igual capacidad, solvencia y pasión, sobre todo pasión, cuando se pone el traje de crítico literario y amplía las perspectivas que sobre tal o cual corriente literaria, autor u obra teníamos previamente, proyectando sus efectos a futuro. Resulta extraño, casi infrecuente me atrevería a decir, que un ensayo literario logre seducirnos –causándonos similar interés y compenetración– como lo hace una novela o un conjunto de cuentos. Sin embargo, contrariando esa regla, la lectura de La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary me causó equivalente delectación que el enfrentarme a las páginas de La ciudad y los perros.

Además de constituir un curso literario per se, habitan en el referido ensayo algunas revelaciones que no dejan otra alternativa: correr a la biblioteca en presurosa búsqueda del libro firmado por Flaubert –especialmente para los que leímos Madame Bovary en un tan lejano verano de 2004–, y,  ora emprender una relectura, ora pasar páginas y capítulos con diligencia hasta hallar alguna parte en concreto. Es mi deseo reseñar una inextricable unión que observa Vargas Llosa en la psicología de su admirada Emma: la pasión erótica de la mano del afán poseedor, entendido éste en su sentido capitalista. Cuando me  adentré en la ¿calma? provinciana de Yonville, probablemente sospeché, pero de soslayo, que el ansia de elevación social que anidaba en el espíritu de Emma, hasta convertirse en el deseo monopólico de su existencia, estaba ligado por unos lazos indestructibles al tema del amor, pero de ningún modo reparé en las vinculaciones más profundas que teje el autor de La guerra del fin del mundo.

El afán poseedor de Emma Bovary

Es en la relación amorosa que Emma mantiene con Léon donde la connivencia de lo erótico con lo monetario alcanza sus cotas más altas y complejas. Y es que el amor reprimido que siente hacia el joven, en un principio, atormenta a la Bovary casi tanto como su insaciable apetito de riqueza. En la lectura de Vargas Llosa: Emma, cuando ama, necesita rodearse de objetos hermosos, embellecer el mundo físico, crear en torno un decorado tan suntuoso como sus sentimientos. Es una mujer para la cual el goce no es completo si no se materializa: proyecta el placer del cuerpo en las cosas y, a su vez, las cosas acrecientan y prolongan el placer del cuerpo. A medida que la insatisfacción sensual y afectiva en apariencia se transforma tan sólo en un mal recuerdo –en el momento en que sus pasiones, otrora aplacadas, comienzan a salirse de cauce, y sus encuentros con Léon ganan en audacia–, las deudas con el prestamista Lheureux asimismo aumentan desorbitadamente; en definitiva, no es sino el deseo de lujo y derroche lo que conducirá irremediablemente a Emma a su autodestrucción.

Madame Bovary, en cierto sentido y ubicada contextualmente, es una suerte de diatriba contra el romanticismo vulgar y su falso idealismo literario, revelada también en la mediocre visión del arte que manifiesta Emma: sólo estima aquello que incita a la fantasía y a la evasión, por más superficial que sea. Busca paliar el desengaño y el aburrimiento presentes en su vida cotidiana poseyendo cada vez más objetos, pero más temprano que tarde termina por descubrir que la realidad está siempre por debajo de las ensoñaciones que le transmiten los ínfimos tópicos literarios. En Madame Bovary apunta esa alienación que un siglo más tarde hará presa en las sociedades desarrolladas de hombres y mujeres: el consumismo como un desfogue para la angustia, tratar de poblar con objetos el vacío que ha instalado en la existencia del individuo la vida moderna. Al intentar contrarrestar la insuficiencia existencial mediante la adquisición de productos, a través de su vocación poseedora, Emma prefigura a los compradores compulsivos de nuestros días. Lo que tal vez empieza siendo un medio para solazar en algo la invariabilidad de sus días, muy pronto muda en un fin, en una necesidad vital: las cosas dejan ya de ser herramientas de los hombres para convertirse en sus soberanos. Allí radica en parte la tragedia de Emma Bovary; allí radica la tragedia del mundo moderno.


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