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“Un libro inmenso”, “sin antecedente en castellano de una más transparente y hermosa eficacia de estilo”. Son palabras de Álvaro Mutis acerca de los Escolios a un texto implícito (Áltera) de Nicolás Gómez Dávila. Dos circunstancias, a mi modo de ver, hacen relevante comentar a este extraño filósofo colombiano, que ha volcado en una única obra toda su sustancia espiritual e intelectual. Una, la radicalidad de su pensamiento, que se levanta contra la mejor obra de la Ilustración- confianza en la razón, independencia del hombre frente a Dios, democracia moderna-; otra, el curioso honor de haber convertido el género aforístico en su principal arma de pensar, que, exceptuando los fragmentos de los presocráticos, únicamente se ha desarrollado en la historia como provincia marginal, derivada del apunte, observación o máxima moral. En efecto, en Gómez Dávila encontramos el aforismo elevado a esencia, no como, por ejemplo, en Canetti, en el cual el aforismo se presenta como anotación al margen, (también, por ejemplo, en Chantal Maillard), ni como en Nietzsche, que aunque fue un gran cultivador del aforismo, utilizó más bien el fragmento que el anterior como instrumento expresivo de la esencia de su pensar. En Gómez Dávila lo dicho en el aforismo es no sólo esencial, sino también accidental, es decir, es el texto mismo- aunque él quiera sugerirnos que ese texto se encuentra precisamente implícito-. Como un Spinoza que no quisiera desarrollar sus teoremas, Gómez Dávila encuentra también en el aforismo la oportunidad de demostrar su rechazo a la argumentación y al razonamiento, su desprecio de la razón en favor de la humildad del creyente: “Mis convicciones son las mismas que las de la anciana que reza en la iglesia”. Que la propaganda de este pensamiento abiertamente reaccionario, que apela a la era anterior a la irrupción de la Modernidad, provenga del filósofo italiano Franco Volpi, no es una casualidad. El profesor italiano, obsesionado con el nihilismo, observa en el colombiano una última ironía contra el imperio de la razón, hasta tal punto de que es preferible invocar a Dios antes que aliarse con los demonios del Intelecto: “La inteligencia consume todo lo que arrojamos a su llama y se nutre en fin con sus propios fuegos”. La visceralidad del odio que Gómez Dávila fabrica desde sus peculiares dardos converge con el rechazo de la metafísica humanística, condensada por un Heidegger anti-tecnológico, y allí Gómez Dávila es muy útil: “La máquina moderna es más compleja cada día, y el hombre moderno más elemental”. El rechazo de la razón no se puede permitir el lujo de ignorar el punto hacia el que nos ha llevado, y “sólo una cosa no es vana: la perfección sensual del instante”. En el punto límite de una filosofía que se ha traicionado a sí misma, en el extremo de una razón que a pesar de todo siempre quiso mantenerse en ese fragmento que llamamos “filosofía”, en fin, en ese extremo, nos volvemos hacia Dios y hacia el Silencio: “Dios no debe ser objeto de especulación, sino de adoración”, o, “hacer lo que debemos hacer es el contenido de la Tradición”. Las afinidades y encuentros entre el pensamiento de Heidegger y Gómez Dávila los dejamos para quien desee estudiarlo. Pero no sólo es en la metafísica donde Gómez Dávila desarrolla sus mejores dotes; sus observaciones acerca del espíritu de nuestro mundo son inmejorables. Incluso aquel que se niegue por principio a escuchar las palabras de un reaccionario, no puede dejar de prestar atención a ese agudo observador de la política, “La ridiculez de un gobernante no impresiona nunca sino a minorías impotentes”, del arte, “Aún cuando se corrompe, el arte a la larga traiciona al diablo”, de la escritura, “Solo tiene eficacia descriptiva lo que se dice desde la cima de un verso o de una frase”, de la moral, “El prójimo nos irrita porque parece parodia de nuestros defectos”, incluso de la creatividad- palabra, por cierto, odiosa para el colombiano-: “Las personas sin imaginación nos congelan el alma”. Inagotable, como dijo Mutis: en Gómez Dávila nos encontramos tanto al agudo observador como al cínico crítico de la modernidad, como al polemista infatigable, o al anarquista metafísico. “Dios es la condición trascendental de la absurdidad del universo”. La apelación a su Dios sólo tiene sentido como estratagema contra el clímax de la realización empírica del mundo técnico-científico; la apelación a la ignorancia, como movimiento cínico contra el exceso de saber en nuestro tiempo; quizás el texto implícito del colombiano sea lo que él en verdad piensa y que nos oculta. Porque su aparente Dios medieval es en realidad un Dios que conoce profundamente el nihilismo y su creyente analfabeto un pensador de supervivencia. Aún cuando se rechazara de plano la radicalidad de su pensamiento- algo que nunca se puede hacer disminuir- el ejercicio de estilo y la alta literatura de su pluma son motivo de sobra para dedicarle algo de tiempo. Este tipo hay que leerle, de nada sirven los resúmenes. Pues aunque su obra derrame amarga melancolía y cínico malestar por el estado de este mundo, en definitiva, “aun sabiendo que todo perece, hemos de construir en granito nuestras moradas de una noche”. Que no sea solo una noche la que pasemos junto a la compañía de Nicolás Gómez Dávila.
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