Revista Opinión

El aire solo vino a viajar

Publicado el 05 marzo 2020 por Carlosgu82

Raúl llegó con el clarear del cielo, tocó la puerta de la casa y esperó pacientemente. La señora Luisa era una imperceptible brisa en su andar; caminaba sin separar nunca los pies del piso. Pero ese día apareció súbitamente en la puerta y en un tiempo menor del acostumbrado. Le invitó a pasar y le ofreció café; Raúl lo rechazó, deseaba comenzar de inmediato, antes de que los rayos del sol activaran el sistema y tuviera que recurrir a otras estrategias más largas para desactivarlo. El interior de la casa aún flotaba en un cálido sopor, eso se debía al mal funcionamiento del Climate Power. Con dos días de calor inclemente, no bastaba la frescura de dos noches para devolver una agradable temperatura a la casa. Buscó la escalera, la ubicó en una de las esquinas del techo y subió.

El sistema es muy sencillo. Unas láminas solares, dispuestas estratégicamente sobre los techos de las viviendas, emiten señales provocadas por la luz del sol, que a su vez activan unos sensores que abren las compuertas captadoras de los vientos provenientes de la costa. Estas compuertas están empotradas en los techos justo al lado de las láminas solares y adheridas a conductos distribuidos por toda la edificación. Cuando los vientos marinos, introducidos a través de estas compuertas al interior de las viviendas, pasan por los conductos, se activan los condensadores que transforman ese aire de caliente en frío. Este ha sido la solución a los ardientes veranos caribeños que azotaron años atrás a toda la comarca.

Raúl era el último de los trabajadores en ingresar a la nómina de Climate Power Company, por ello, el castigo de ser él quien acudiera a los reiterados llamados de la señora Luisa, una clienta cuyas quejas tenía fastidiada a toda la compañía. El joven técnico ya estaba familiarizado con el sistema y conocía al detalle sus tres tipos de fallas más comunes. También conocía a la señora Luisa; así que se llevaba bien con las dos vicisitudes. Ya en el techo de la casa, Raúl miró instintivamente al cielo, el alba era un manojo de colores pasteles que oscilaban entre un tenue celeste a un acentuado carmesí; faltaba poco para la definición del día. Caminó por la platabanda, escrutando los circuitos que conectaban cada lámina solar con el correspondiente sensor. A simple vista notó que todas las uniones estaban ajustadas. Abrió su mochila y extrajo unas telas de cuero que dispuso sobre cada lámina solar, de esa forma evitaba la activación del sistema y podía trabajar sin mayores contratiempos. Revisó detalladamente los enlaces entre cada lámina y el respectivo sensor. Los fuertes vientos de la costa pueden estremecer el cableado hasta desunir sus conexiones. No encontró nada, salvo un cable flojo que no debía causar la perturbación de todo el sistema de enfriamiento.

La mañana tomaba cuerpo y el cielo se expandía en un celeste diáfano y brillante. El calor aparecía con fuerza. Verificado el primer tipo de falla, Raúl revisó las ventanillas de cada compuerta captadora de viento, pero todas abrían sin ninguna dificultad. Normalmente esas rendijas pueden trancarse y aunque el sensor impulse la descarga eléctrica para abrirlas, no se abren. Basta con una limpieza y un poco de lubricante para arreglarlas. De hecho, los técnicos de la empresa han optado por explicar eso a los clientes para que ellos mismos realicen el mantenimiento y se ahorren horas de calor infernal mientras esperan por la respuesta de la empresa. Pero con la señora Luisa era imposible hacerlo, su avanzada edad le impedía subir al techo y su soledad parecía un castigo al que sus familiares la condenaron desde hace tiempo.

Como el sistema Climate Power no retroalimenta el aire ya enfriado e introducido en la casa, sino que se alimenta permanentemente de los vientos cálidos de la costa, cuando no hay vientos suficientemente fuertes, las compuertas entran en estado de suspensión, en espera de que los sensores envíen la señal una vez que hayan nuevas corrientes de aire con la fuerza requerida para reiniciar el proceso. Esta condición, que es una forma de reposo de todo el sistema en algunos momentos del día, ha provocado, sin embargo, que los circuitos de algunos sensores se cuelguen o se dañen. Sin embargo, como cada sensor es independiente, el que uno de ellos no funcione no debiera afectar a toda la casa, como lo señala la última queja de la señora Luisa. Raúl inspeccionó uno por uno los sensores, pero todos funcionaban perfectamente. Ya su espalda era una rampa lisa por la que caían torrentes de sudor y su frente, una emanación de las profundidades de la tierra. El calor del día arreciaba, especialmente en los techos y azoteas.

Antes de implementar el Climate Power, los veranos en Comala eran espeluznantes. El calor aumentaba a proporciones alarmantes verano tras verano, los habitantes dejaban sus aparatos de aire acondicionado encendidos de día y de noche, lo que provocaba un aumento de la temperatura exterior hasta el punto de que el viento que llegaba de la costa, de por sí caliente durante el día, se calentara aún más produciendo erupciones en la piel por quemaduras de primer grado. Muchos aparatos enfriadores explotaron por las altas temperaturas. Nunca se olvidará en toda Comala aquel 29 de julio en que reventaron simultáneamente más de cien artefactos entre neveras y aires acondicionados, causando un estallido semejante a un bombardeo. En otra oportunidad, una estación eléctrica se consumió en llamas porque la demanda de energía era mayor a su capacidad, dejando a la población sin electricidad por cinco días y cinco noches. Cada verano era peor al anterior; esta estación comalense llegó a iniciar en abril y no se retiraba hasta muy entrado noviembre, cuando ciertos vientos frescos del norte descendían a sus costas. Ya nadie quería vivir en Comala, los habitantes comenzaron a huir del pueblo, primero durante los veranos, pero después, para siempre. La autoridad local, desesperada de quedarse sin subordinados a quienes proteger y atropellar, contrató los servicios de una empresa que prometía aprovechar los vientos cálidos de la costa y el excesivo sol de esos meses veraniegos para enfriar el interior de las casas de forma natural y así disminuir el uso de aires acondicionados, de manera que se pudiera también incidir en una significativa disminución de la temperatura externa. La empresa cumplió exitosamente, Comala recuperó los días frescos de antaño y volvía lentamente a repoblarse. Así es como apareció Carolina en las vidas solitarias de Luisa y de Raúl.

En vista de que todo parecía marchar bien arriba, Raúl decidió activar el sistema, retiró las telas de cuero de las láminas solares y bajó a la casa. Anhelaba el café que le ofreciera la señora Luisa hora y quince minutos antes. También quería beber agua fría. Se secó el sudor con un pañuelo y miró a la cocina, fue entonces que vio la aparición. Era blanca, la silueta de su cuerpo se delineaba claramente a través de la bata morada que contrastaba con su piel, su cabello negro caía más allá de los hombros y sus senos eran dos pequeños imanes capaces de levantar y atraer al metal más pesado. La chica, como de unos diecisiete años, picaba dos limones con cierta delicadeza y cuando trataba infructuosamente de exprimirlos con sus manos, Raúl llamó su atención con un ruido producido accidentalmente por sus hormonas. La chica lo miró con unos ojos negros y grandes, incrustados en un rostro de pecas y una nariz que apenas si sobresalía; se asustó e instintivamente sus manos fueron al pecho, a donde también fue la vista de Raúl. Miró apenado hacia otro lado y tartamudeó una disculpa por asustarle. Preguntó por la señora Luisa sin observarle y ella le contestó con picardía que no la encontraría en ese rincón a donde miraba. Rieron. Ella se pasó las manos por su cuello y por la frente para secarse las tímidas gotas de sudor que aparecían con el día. Él trataba de mirarle a la cara, pero en su campo visual entraba fácilmente aquellos senos de tímidos pezones. Pretextó algo que Raúl no escuchó y luego llamó, «abue». Raúl no podía creer que estaba frente a uno de esos crueles familiares que habían abandonado a la anciana a su suerte. «¿Se puede ser tan bella y cruel a la vez?». Claro que puede serlo, pensó. La chica dio la espalda para llamar desde la orilla del pasillo, «abue», y aquella bata no tan larga dejó traslucir unas nalgas bien formadas y unos muslos de futbolista. «¡Dios!…» exclamó para sí mismo el muchacho. La voz de Luisa, acompañada por el sonido de una regadera, contestó con un «voy» no tan inmediato.

La chica volvió la mirada a Raúl y le dijo lo que ya los dos habían escuchado, «abuela Luisa ya viene». Le pidió al muchacho si podía exprimirle los limones y muy coquetamente refrendó, «¡es que ustedes son tan fuertes!». Raúl corrió al lavadero, cuya ubicación ya conocía por tantas visitas anteriores, se lavó las manos dos veces y antes de cerrar la llave, notó que la muchacha le estiraba una toalla de mano. Raúl exprimió los limones con ahínco, hasta sacar la última gota. Ella agradeció y continuó con la preparación de su desayuno. Doña Luisa apareció como un espanto, en bata de baño y con insinuantes colgaderas de piel que asemejaban una res sacrificada. El muchacho volvió del letargo y comenzó a explicar lo que la señora estaba cansada de escuchar, que se revisaron todas las partes; que no hay ningún desperfecto; que tal vez se deba a la ausencia de vientos por la ubicación de la casa; que no abra las puertas externas por tanto tiempo… Luisa completó las excusas, se las sabía de memoria. Volvió a amenazar con demandas, increpó contra Raúl y sus compañeros anteriores que habían sido igualmente castigados con esta clienta, arrojó tazas sucias al lavaplatos… Raúl se lamentaba de no haber aceptado la taza de café cuando se la ofreció, deseaba ansiosamente un vaso de agua. Cuando él volvió la mirada a la nieta, que sentada con las piernas cruzadas mientras comía, mostraba un muslo blanco como invierno siberiano, supo que debía quedar bien con la abuela. «Hagamos algo señora Luisa», propuso el chico, «voy a subirme por los canales de los conductos para revisar todo el sistema interno». La anciana cambió de inmediato su rostro serio por una sonrisa que trazaba su cara en cientos de líneas desordenadas. Raúl se asustó por semejante expresión, se preguntaba cómo esa figura dantesca pudo descender en aquel capullo a punto de abrir.

La señora Luisa volvió a ofrecer café y Raúl no desaprovechó la oportunidad para aceptar y pedir también agua fría. Buscó la escalera, la llevó al interior de la casa, la dispuso en un punto estratégico donde se conectaban el conducto y una de las compuertas captadora de viento, subió y comenzó a destornillar para separar las piezas. Ese sistema interno era menos conocido por Raúl, otros compañeros lo dominaban mejor. Cuando hubo separado las partes, detalló las conexiones para comprenderlas, antes que para detectar fallas. Notó dos ruedas de dientes que se movían imperturbablemente a la señal de un circuito cuyo cableado estaba conectado a la parte interna de la compuerta, justo a un lado de las ventanillas. Asentó complacido por comprender el funcionamiento interno. Miró luego el largo pasillo del conducto y notó mucho polvo y salitre que estaba perforando buena parte del interior del canal. Se preguntó sí la compañía estaba al tanto de este tipo de daño silencioso; pensó en elaborar un informe, tal vez lo promovieran al departamento de Control de Calidad. Intentó meterse por el conducto, pero el material era muy endeble. Estaba diseñado solo para el paso de materiales finos como el viento. Luego revisó el condensador y no notó nada anormal. Cuando se disponía a bajar de la escalera vio desde esa altura el reflejo de un espejo que atravesaba la pequeña abertura de una puerta de dormitorio y que se estrellaba justo en sus retinas. Era la jovencita sin bata que en la brusquedad de los movimientos mostró un seno cuyo pezón rosado apenas si despertaba a los deseos y se delineó la silueta de la entrepierna cubierta por una seda que testimonia la sabiduría erótica proveniente de Oriente. Y la piel, ¡toda su piel!, era de una blancura tan vasta que Raúl podía perderse en ella gustoso de no volver a la realidad nunca más.

Disimuló su excitación y llevó la escalera a otro punto del conducto, donde se conectaba con otra compuerta captadora de viento. Así repitió la operación por todas las conexiones. Notó entonces que en cuatro de esos puntos los circuitos no estaban enlazados con la compuerta, lo que provocaba que las ruedas de dientes no se movieran y por supuesto, los condensadores no encendieran. Esto producía ausencia de aire en los conductos y el poco viento que podía entrar por inercia no era enfriado, pues los condensadores no estaban trabajando. Es decir, el sistema completo funcionaba a medias y por ello la casa nunca se aclimataba lo suficientemente bien. Raúl pensó que debía ser una falla desde la instalación, pues no había cables sueltos o sobrantes que hicieran pensar en una desconexión posterior. Recordó que la señora Luisa lleva mucho tiempo reportando quejas por el mal funcionamiento del sistema, incluso antes de que él comenzara a trabajar en la empresa. No le diría a la anciana que hubo errores de instalación, ¡el escándalo sería de primera plana en la prensa! Diría que los cables se soltaron por vientos muy fuertes o por algunos animalillos juguetones que treparon a los canales.

Raúl no venía preparado para ese tipo de instalación, igual que no venía preparado para la nieta; le faltaba una llave específica para hacer los ajustes. Bajó de la escalera y caminó hasta la sala. La nieta bailaba un reggaetón con el pelo aún suelto y con unos movimientos incitantes. El chico respiró profundo y preguntó por doña Luisa. La muchacha se asustó por la presencia ignorada y le contestó que la abuela estaba en el súper. La chica le preguntó si ya todo estaba arreglado, mientras mostraba su cuello y pecho borboteados en sudor. Raúl explicó la anomalía y la necesidad de una herramienta que no tenía en ese momento; que debía ser para el otro día; que era mejor que viniera con otro compañero… la chica vino hacia él, le tomó de la mano y la pasó por su cuello húmedo, mientras suplicaba que lo arreglara hoy mismo; que ella no aguantaría más otro día de calor. El corazón del chico se aceleró tanto que su miembro viril tuvo una leve pero significativa erección. Tartamudeó una excusa que ni él mismo entendió, miró su reloj y notó que aún era muy temprano. Carraspeó y pidió un teléfono prestado con voz varonil, ronca y fuerte. La chica lo llevó al mismo pasillo desde donde Raúl le escudriñó su cuerpo semidesnudo. Le mostró el teléfono, él marcó y al contestarle la recepcionista pidió le comunicaran con su Departamento, Reclamos y Reparaciones. Mientras contestaban, él miraba a la chica, quien también le observaba. La nieta vestía un short muy corto y un top que dejaba al descubierto un lunar en forma de mancha ovalada color marrón muy cerca de un discreto ombligo. Él disimulaba tener la mirada perdida hacia abajo, pero realmente estaba detallando la acentuada curva de la cintura y la cadera lo suficientemente ancha como para evocar un instrumento musical de cuerda. Alguien contestó al otro lado del teléfono y Raúl pidió hablar con Miguel. Por fortuna su amigo del trabajo se encontraba aún en la oficina. Le explicó al compañero el desperfecto y le pidió le llevara la llave necesaria para esa instalación.

Los dos chicos se sentaron en la cocina a esperar por la herramienta. Raúl era un joven de apenas veinticinco años, delgado y fibroso; su piel morena da fe de sus andanzas por la playa desde muy pequeño y de su trabajo diario actual en azoteas y techos. Unos ojos claros y un cabello lacio y fino contrastaban enigmática y atrayentemente con el color de su piel. «Carolina», contestó la chica a la pregunta que él le hiciera. Luego dijo que venía de la gran ciudad; que su abuela estaba sola; que ella se quedaría solo por el verano; que se sentía aburrida y que necesitaba le pudieran mostrar el pueblo. Raúl se ofreció de inmediato, rieron con vergüenza. Luego continuaron conversando sobre canciones de moda, anécdotas de la infancia, sus amistades, hasta que ella preguntó por el funcionamiento del sistema que había salvado a Comala y otros tantos pueblos desérticos y calenturientos de los alrededores. Fue entonces, cuando explicó el funcionamiento del Climate Power, que Raúl sedujo a Carolina, sin proponérselo.

El chico reseñó una breve historia de la compañía y de la biografía de su fundador, un tal Thompson; enumeró algunas investigaciones y vomitó lo aprendido en el taller de iniciación que les ofrecen a todos los nuevos empleados. Pero lo que realmente llamó la atención de Carolina fue el paseo intelectual que le hizo ese técnico a partir de la evocación del aire como símbolo. Citó al filósofo griego Anaxímenes, quien consideraba que el origen de la vida residía en el aire, en el aliento primario. «El aire solo vino a viajar», dijo el muchacho, «no pertenece a ningún lado, salvo a sí mismo; el aire se pertenece». Concluyeron que quizás por eso era el más recurrente representante de la libertad en muchas culturas. Raúl hizo un ejercicio aprendido de Anaxímenes; le pidió a Carolina que pusiera sus manos frente a su boca y exhalara con los labios contraídos, casi cerrados; luego, le pidió que repitiera la operación pero con los labios muy despegados, con la boca abierta. Asombrada, Carolina comprobó que el aire salía frío en el primer ejercicio y caliente, en el segundo. «Así trabaja Climate Power, aprovecha el aire caliente, cierra los labios, y extrae aire frío», dijo Raúl sorprendido no solo por el tono magistral con que acompañó las palabras, sino por lo original de la idea. Eso no lo escuchó en ningún taller ni lo leyó en ninguno de los materiales de apoyo de la empresa. «Fíjate Carolina que todo en la vida es transmutación, cambio», continuó en el mismo tono, «la fotosíntesis, la respiración humana y animal, los estados del agua, el embrión y el cuerpo, la semilla y el árbol»; «la digestión y los desechos fecales» agregó la chica. Se rieron.

Cuando llegó la llave, Raúl salió precipitadamente de la casa para recibirla. No aceptó el ofrecimiento de ayuda de su compañero, quería conservar el secreto de Carolina para él solo. Se dispuso a armar el cableado de los cuatro puntos de conexión. La muchacha le asistió pasando herramientas, cables, cinta adhesiva, sosteniendo tornillos y piezas sueltas. Les llevó cuatro horas y media reparar todo, pero finalmente la temperatura de la casa descendía, rendida por la boca semicerrada de las rendijas que le transformaban de aire caliente en aire frío y acogedor, como lo ejemplificó hace siglos Anaxímenes.

Cuando almorzaban algo de pasta, llegó doña Luisa y volvió a mostrar aquella saturación de líneas en su rostro al reír de complacencia por encontrar la casa en la temperatura que ella deseaba desde hacía varios veranos atrás. La abuela extrajo de una de las bolsas del mercado dos porciones de torta y las compartió con los muchachos. Todo parecía idílico, ¡lástima que fuese puro trabajo!

Cuando el chico fue a guardar todas sus herramientas en el vehículo, Carolina salió para despedirlo. Él prometió volver, pero ella le pidió el teléfono y le hizo prometer que no se verían en esa casa, que no quería problemas con su abuela. Raúl sonrió sin entender la excusa, pero sonrió igual por el interés de la chica. Anotó su teléfono personal y al dárselo fantaseó con poder abrazarla en la playa por la cintura y besarla hasta quedarse sin aire.

Cuando Carolina volvió al interior de la casa, la señora Luisa llenaba una planilla de evaluación en la cocina. «¿Cuál es tu nombre hija?», preguntó la anciana, «Paloma Bárez, señora» dijo la chica. Doña Luisa lo escribió en la planilla. «Muy bien hija, estoy complacida con tus servicios» dijo la abuela mientras estiraba la planilla totalmente llena. «Señora…», interrumpió la muchacha mientras miraba el trozo de papel con el teléfono de Raúl, «…yo no debería quedarme con esto», le estiró el papel a la anciana y esta lo recibió con la misma sonrisa con que había entregado la planilla. La jovencita fue a cambiarse al baño y Luisa pensaba lo exitoso y bien pensado que fue el plan de la agencia. Volvió en sí cuando la muchacha le interrumpió. «Bueno señora Luisa, fue un placer trabajar para usted», dijo la chica mientras se peinaba el cabello con sus manos. «El placer fue mío, gracias por todo angelito de los cielos» contestó la anciana. Justo antes de partir, la señora Luisa le pidió a Paloma le facilitara otra tarjeta de la agencia, para una amiga que debe cobrar un dinerillo y seguramente le costará hacerlo. La muchacha hurgó en su bolso y extrajo una tarjeta pequeña que decía en letras grandes y doradas: «Agencia Los Diablos. Resolvemos todos sus problemas de cobranzas y de reclamos».


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