Revista Libros
Sólo he leído (de momento) dos obras de Mathias Énard. Las dos últimas publicadas en España: Habladles de batallas, de reyes y de elefantes era un trabajo impecable de documentación y de recreación de una época y de un artista, Miguel Ángel; pero no llegó a emocionarme. Todo lo contrario sucede con El alcohol y la nostalgia: aunque se trata de, por decirlo así, un trabajo con menos pretensiones, de una historia más sencilla que, mediante el flujo de conciencia, recrea el pasado de un triángulo formado por el narrador, una mujer y su mejor amigo, sin embargo es una novela que sí llega, que sí emociona y embriaga. Son poco más de 100 páginas en las que el protagonista, Mathias, mientras viaja en un tren que atraviesa Rusia recuerda los pormenores de esa relación de amor y amistad, recuerdos que pone en marcha la muerte de ese amigo. Os dejo con un fragmento: El café me trae a las ventanas nasales el aroma del opio, en la maleta llevo media tableta de Rohypnol, pero la reservo para un golpe duro, ahora prefiero abandonarme a la dulce droga de la memoria, mecida por los vagabundeos de este tren que danza como un oso sobre sus travesaños, árboles, árboles de monte alto, árboles que talar, holzfallen, holzfallen, como gritaba aquel personaje de Thomas Bernhard en su sillón orejero, refunfuñando contra los actores y la buena sociedad de Viena, yo jamás escribiré así, Vlado, tú lo sabes, jamás, esa lengua inaudita, repetitiva hasta la hipnosis, cruel, mágica, de una crueldad, de una crueldad alucinada, yo tenía veinte años cuando leí ese libro, Vlad, veinte años y caí presa de una energía extraordinaria, de una energía fulgurante que estalló en una estrella de tristeza, porque supe que jamás lograría escribir así, no estaba lo bastante loco, o no lo bastante ebrio, o no lo bastante drogado, entonces busqué en todo eso, en la locura, en el alcohol, en los estupefacientes, más tarde en Rusia que es una droga y un alcohol busqué la violencia que le faltaba a mis padres, Vlad, en nuestra amistad desmesurada, en mis sentimientos por Jeanne, en la pasión por Jeanne que se escapaba entre tus brazos, en el hermoso dolor que significaba verla en tus brazos, yo sabía que ella hacía lo que yo no podía hacer, por educación, por voluntad, por destino, por gusto simplemente, ella ocupaba el sitio en que yo no podía ponerme y yo os miraba sin veros como Thomas Bernhard en su sillón orejero, y estaba bien así. [Traducción de Robert Juan-Cantavella]