Revista Cultura y Ocio

El Aleph - Jorge Luis Borges

Publicado el 17 julio 2024 por Elpajaroverde
«—Hará un cuarto de siglo —dijo Dunraven— que Abenjacán el Bojarí, caudillo o rey de no sé qué tribu nilótica, murió en la cámara central de esa casa a manos de su primo Zaid. Al cabo de los años, las circunstancias de su muerte siguen oscuras.Unwin preguntó por qué, dócilmente.—Por diversas razones —fue la respuesta—. En primer lugar, esa casa es un laberinto. En segundo lugar, la vigilaban un esclavo y un león. En tercer lugar, se desvaneció un tesoro secreto. En cuarto lugar, el asesino estaba muerto cuando el asesinato ocurrió. En quinto lugar…Unwin, cansado, lo detuvo.—No multipliques los misterios —le dijo—. Éstos deben ser simples. Recuerda la carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill.—O complejos —replicó Dunraven—. Recuerda el universo».
El Aleph - Jorge Luis BorgesLa lectura de El Aleph, de Jorge Luis Borges, me ha resultado por momentos compleja. Me he sentido, al principio de algunos de los relatos que lo componen, desubicada. Tal vez me han faltado asideros; probablemente ello se deba a un escaso conocimiento por mi parte de las referencias de muchos de ellos (mayoritariamente procedentes de la mitología clásica, de la historia antigua y medieval o de la historia o leyendas de zonas geográficas cercanas al escritor); quizás también me ha distanciado cierto puntito erudito del autor. Comienzo El inmortal (primero de los diecisiete cuentos reunidos en este libro) sintiéndome torpe y, sin embargo, termina gustándome mucho. Uno de los cuentos en los que más inmediatamente me sitúo es Deutsches Requiem, y es que la Alemania nazi de la Segunda Guerra Mundial es un contexto muy reconocible. En todo caso, cada vez me voy sintiendo más a gusto en los cuentos del argentino, cada vez les voy cogiendo más el punto. Son como espejos unos de otros. Son como diferentes ramales de un mismo laberinto. El laberinto, por cierto, es un elemento recurrente en estos cuentos: el laberinto como círculo infinito, el laberinto como repetición y multiplicidad, las casas-laberinto como el palacio de El inmortal, como la casa de Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto (relato del que procede la cita con la que he abierto esta entrada), como la de La casa de Asterión. Sin duda, la referencia más recurrente de Borges en estos cuentos es a la Divina Comedia. Y no, no he leído a Dante Alighieri, por lo que para mí La Divina Comedia son unos versos que rezan «Te crean confusiones / tu falso imaginar, y no estás viendo / lo que verías libre de ilusiones». Para mí el célebre poema es una bajar al infierno de la mano de una profesora con gafitas y un subir al cielo de la mano de Carmen Martín Gaite. Para mí es descender y ascender a la vez, es habitar en un mismo instante ese cielo y ese infierno como si fuera el protagonista de El Zahir, del que, de la moneda con la que se ha obsesionado, antes se «figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos» porque, como leo en el cuento que pone el broche final a este libro y que también le da título, «un Aleph es uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos». Y, así, los cuentos de Jorge Luis Borges parecen contener todos los cuentos. Son como Las mil y una noches, libro cuyo espíritu insufla el cuento borgiano El hombre en el umbral y que por ello este me ha trasladado a algún que otro pasaje de alguna de las novelas que componen El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell. No necesitan —los cuentos de Jorge Luis Borges— multiplicar los misterios, como apunta uno de los personajes de Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto, porque gran misterio solo hay uno. Su verdadera complejidad, como replica el compañero de aventuras de ese personaje, estriba en desentrañar el universo. «Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales», leo, como si de mantener un equilibrio se tratara, en Historia del guerrero y de la cautiva. Y ese Dios y el universo quizás para Borges también sean iguales, pues, como se dice en La escritura del Dios, «Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren)». Lo realmente complejo, por lo tanto, es lograr comunicar esa unión. «Empieza, aquí», confiesa Borges en El Aleph, «mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo trasmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?» Donde la literatura fracasa se hace necesario un lenguaje divino. Será por ello que es en el cuento titulado La escritura del Dios que su protagonista se pregunta: «¿Qué tipo de sentencia [...] construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir “el tigre” es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciones y pobres voces humanas, “todo”, “mundo”, “universo”». Y, sin embargo, no hay hombre que no aspire a ese todo, a ese mundo, a ese universo. Como nos dice el protagonista de Deutsches Requiem, «No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque primero le fue deparada la gloria y después la derrota», pues, como leo en El Zahir, «no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. [...] el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, [...], se da entera en cada sujeto», y así, como se nos dice en El inmortal, «Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. [...], lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy», pues solo fundiéndose en esa cadena infinita y circular formada por los que existieron antes que nosotros y por los que después vendrán consigue el hombre la inmortalidad, el todo, el mundo, el universo. Y, sin embargo, un solo hombre quiere ser, quiere existir, quiere trascender, quiere, quizás, encontrarle un sentido a su vida más allá de su consabida fugacidad. «Cualquier destino», leo en Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874), «por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». Así, los cuentos de El Aleph están plagados de esos momentos, de esas revelaciones. «Nadie puede ser», dice el narrador de Deutsches Requiem, «nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta». Pero también para cada hombre, ese punto de inflexión marca el inicio de una obsesión, el comienzo de una búsqueda. Es esa búsqueda, precisamente, el destino del hombre, y, como leo en La busca de Averroes, «Pocas cosas más bellas y más patéticas registrará la historia que esa consagración», pues, como le da por pensar a uno de los personajes de Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto, «la solución del misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos». O, lo que es lo mismo, el misterio es la divinidad y el universo; la solución, la triste triquiñuela de un hombre mortal.

El Aleph - Jorge Luis Borges

Reconstrucción del Palacio de Cnosos, el más importante de los palacios minoicos de Creta. Su compleja estructura y sus muchas dependencias y pasillos son los responsables de que se le suela identificar con el laberinto de Creta. Así, como un laberinto infinito, es la casa del minotauro de La casa de Asterión, relato contenido en El Aleph.
Fotografía de Mmoyaq bajo licencia CC BY-SA 3.0.


En Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto, tal y como habéis podido comprobar en esa cita con la que he abierto esta entrada, se hace referencia a un relato de Edgar Allan Poe. Ciertamente, ese cuento del argentino me ha traído reminiscencias a algunos de los más detectivescos del estadounidense, solo que el de Borges me ha gustado más, mucho más. Será porque hay en él más de sobrenatural y divino que de solución y juego de manos. Será porque Poe abrió una senda que luego muchos otros no solo transitaron sino que enriquecieron. Pero el caso es que Borges también desbrozó un camino que después otros muchos siguieron y engrandecieron, algunos de los cuales he leído, alguno de los cuales me han gustado más, mucho más. Pienso en concreto en Mircea Cărtărescu. Inevitable ha sido para mí no acordarme de Nostalgia al leer El Aleph (me refiero en este caso al cuento y no al libro que lo contiene y con el que comparte título). Ambos escritores son escritores del todo. Ambas obras tienen un espíritu totalizador, pero, mientras que Borges dibujó el mapa del punto del espacio que contiene todos los puntos, Cărtărescu tal pareciera estar dotado del lenguaje divino y aun careciendo de esa única palabra que las engloba a todas, consigue con la sucesión de las suyas transmitir al lector esa simultaneidad que es la maravilla y tal milagro —el de esa transmisión— que el mismo Jorge Luis Borges (narrador de muchos de estos cuentos, así como en alguno de ellos —como es el caso de El Aleph— personaje o incluso protagonista) lo calificó en El Aleph de problema irresoluble. 

«Abdalmálik entiende que esa figura ya no puede maravillar. A ese reparo cabría contestar muchas cosas. La primera, que si el fin del poema fuera el asombro, su tiempo no se mediría por siglos, sino por días y por horas y tal vez por minutos. La segunda, que un famoso poeta es menos inventor que descubridor». Así se manifiesta el polímata Averroes en el cuento que protagoniza (que no es otro, por supuesto, que La busca de Averroes) en relación a una crítica que el citado Abdalmálik hace sobre un antiguo poeta. Así, en parte, he sentido yo este primer acercamiento por mi parte a la literatura de Jorge Luis Borges. No lo he sentido antiguo ni he pensado que su obra haya envejecido mal, en absoluto (aparte de que tampoco tiene tantos años). Pienso que, probable y efectivamente, haya sido un descubridor. Sí me ha faltado el asombro, la maravilla, ese guau tan difícil de arrancar a un lector curtido y que, sin embargo, no siempre es flor de un día, unas horas o unos minutos, sino que en ocasiones es un acicate para embarcarnos en esa consagración tan bella y patética (como diría Averroes) que es (como escribió Cărtărescu en uno de los textos de El ojo castaño de nuestro amor) seguir «con tenacidad a un autor, a través de todo su sistema de galerías, como a un zorro astuto». Que no se me malinterprete. Si bien, como he comentado y por los motivos que he expuesto, al principio he tenido por momentos mis reservas, he disfrutado mucho de la lectura de este libro. Me han gustado mucho los cuentos que lo componen; algunos más que otros, por supuesto, pero no solo los citados en esta reseña son los que valoro y los que me han agradado, y estoy segura además de que alguna futura lectura hará que me acuerde de alguno de ellos. Entiendo la ascendencia que este autor, así como el cuento que da título al libro que nos ocupa, han tenido sobre tantos otros grandes escritores. No pienso que su literatura —a mi entender, más filosófica que fantástica— sea para cualquier lector, pero sí que es un tipo de literatura que me interpela directamente, que es para mí. Y es precisamente porque las veces que me he acercado a ese tipo de literatura esta me ha proporcionado un flipe que en este caso no he encontrado que me he quedado con las ganas de contaros y de gritar a los cuatro vientos que en el sótano oscuro al que Borges me ha llevado y en el que está uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos «sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo». En cualquier caso, que quede aquí constancia de mi agradecimiento a Jorge Luis Borges por marcar ese punto en el mapa de la literatura universal.

El Aleph - Jorge Luis Borges

«Dos observaciones quiero agregar [señala Borges hacia el final de su cuento El Aleph]: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al disco de mi historia no parece casual. Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes».
La ilustración —de Williamrodriks y bajo licencia CC BY 3.0— es una representación del Ein Sof, término que en la Cábala hace referencia a Dios entendido como el ser sin nombre y que en el hebreo actual se usa como equivalente de infinito.


Ficha del libro:Título: El AlephAutor: Jorge Luis BorgesEditorial: LumenAño de publicación: 2019 (1949)Nº de páginas: 216ISBN: 978-84-264-0639-2Comienza a leer aquí
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