El 16 de diciembre de 2011 escribí este artículo dando por hecho la inmediata demolición del Hotel del Albarrobito. Han pasado cinco años y parece que ¡por fin! se va a llevar a efecto. Rescato aquella entrada pues la demolición se fue posponiendo sucesivamente y la noticia nunca dejó de ser actualidad. Ahora parece que, definitivamente, dejará de ser noticia y pasará a ser historia.
Algarrobito, la Cañada de Don Rodrigo, el río Alias, Agua Amarga, la Mesa de Roldan... Sus nombres acuden a mi memoria cuando se remueve el polvo del olvido. Una noticia los ha rescatado del baúl de la juventud, ahora depositado en el desván del tiempo. Por esas playas, por el seco caude del río Alías andube yo en 1979 en patrulla de reconocimiento, en una de esas situaciones a la que te obliga la mili. Por aquellas playas desiertas, en los parajes inhóspitos del Cabo de Gata, bajo el sol abrasador, el agua escaso y los caminos impracticables excepto con los todoterrenos del ejército.
El apuntarse a una de esas patrullas era la oportunidad de salir de aquel agobiante campamento alambrado con 6000 militares rodeado de los áridos paisajes de Viator en Almería. Cualquier cosa menos la rutina, la desidia y la convivencia forzada de la compañía. Mi primer intento por salir del círculo, la Sección Cultural, fue un fracaso. Mi segundo intento por formar parte del los empleados en "oficinas" se estrelló en la prueba de mecanografía. Este era el tercer intento por salir de las alambradas, por abandonar la rutina de las guardias y la instrucción. Se trataba de realizar una salida de 10 días y recorrer una amplia superficie por caminos y pistas recónditas para actualizar la topografía y el catálogo de infraestructuras de la zona. Se pidieron voluntarios y yo, aficionado a la fotografía, me apunté como "fotógrafo profesional". En una breve entrevista aseguré estar bregado en reportajes y fotos, pues disponía de un laboratorio fotográfico en Burgos (la realidad escueta era mi afición y un precario laboratorio en la buhardilla de un amiguete). Me aceptaron y me entregaron una cámara bastante sofisticada (para lo que eran mis conocimientos). Me pasé algunos días estudiándola y, un tanto angustiado por la posibilidad cierta de pifiarla, embarqué en uno de los tres land rober que formaban la patrulla. El grupo estaba al mando de un maduro teniente de aspecto brutal. Le secundaba un joven sargento, más accesible pero disciplinado. El resto nos repartíamos entre los conductores, el topógrafo, el especialista en transmisiones, el mecánico, el cocinero y mi persona como fotógrafo.
Una sensación de libertad nos embriagó cuando, sentados en los asientos espartanos de los vehículos, enfilamos las carreteras que nos llevaban a la Mesa de Roldán, que se adentra en el Mar de Alborán partiendo en dos el territorio que nos correspondía explorar. Excitados por la anhelada independencia que nos ofrecía la situación contamplábamos risueños los agrestes parajes almerienses. En 1979 Almería no estaba tan poblada como ahora. Siendo muchos ya los turistas, estos se concentraban en los lugares de fácil acceso. El interior y gran parte de la costa estaban comunicadas por caminos de tierra y carreteras difíciles. Así que gran parte del territorio era aún virgen. El primer día hicimos noche en Agua Amarga. Nos pareció un pueblo precioso. Quizás influyó que nos diéramos un baño en sus aguas que nos supo a gloria. Mis primeras fotos se tiraron allí. Aún conservo, emparejada con una similar en la actualidad, la foto que nos hicimos en el bar del pueblo (entonces debía ser el único). Trece años después, con la risueña compañía de mis sobrinos, posé de nuevo en el mismo bar, en la misma postura...
Al día siguiente iniciamos la exploración de decenas de lugares increíbles. Las formidables vistas de la Mesa de Roldán, la impresionante playa de Carboneras (de alto interés estratégico pues en ellas hacían maniobras de desembarco los americanos de la VI Flota) en cuyos alrededores se extendía una larga explanada con los restos de los campamentos de los marines. Me hizo mucha ilusión encontrar abandonado un ejemplar de bolsillo de un libro de Arthur C. Clarke (en aquella época yo era un gran aficionado a la Ciencia Ficción). Los restos del desembarco se desplegaban por doquier: infiernillos de un solo uso, latas de conservas, alguna prenda abandonada... También aparecían restos de granadas con profusión.
En los días posteriores visitamos lugares despoblados y bellísimos. En la desolación del desierto almeriense descubrimos escondidos cortijos habitados por gente sencilla que vivía de imposibles huertitos, con minúsculos rebaños y que bebían agua de aljibes escavados en la roca. Casas sencillas con la única sombra de una higuera para mitigar aquel hiriente sol andaluz. Tomábamos notas y fotografías de algunos depósitos de agua impermeabilizados con plástico y alambrados. En uno llegamos a bañarnos pese a la expresa prohibición. En ocasiones nos dividíamos en grupos, uno por vehículo, y entonces la libertad era plena. A la hora de las comidas nos juntábamos y "disfrutábamos" del menú de campaña realizado por nuestro pobre cocinero que, al segundo día, ya cometió en terrible error de echar los macarrones con el agua tibia. La pasta pegajosa con que nos sorprendió irritó sobremanera al teniente que estuvo a punto de golpearle con los puños apretados. El pobre muchacho pasó el resto del periodo de patrulla compungido y esperando el anunciado calabozo por mentir al presentarse voluntario (Yo rezaba porque mis fotos salieran bien, y no las tenía todas conmigo...).
A partir de aquel día el teniente se ocupó personalmente de la preparación de los menús. Dejando muy clara instrucciones al cocinero amateur y tomando a su cargo la preparación de un par de comidas especiales: una gloriosa paella y un riquísimo cabrito en caldereta que compró en uno de los cortijos.
Las noches, acampados al aire libre, al abrigo casi siempre de unas escasas higueras o cercanos a la playa, daban ese aire de acampada juvenil donde priman las bromas y el buen humor. En varias ocasiones el teniente y el sargento encelados se acercaban a las pequeñas urbanizaciones de la costa en busca de algún ligue o para rondar alguna turista francesa a la que habían echado el ojo y cuyo marido, con problemas de próstata, parecía no cumplir sus obligaciones conyugales. Al parecer, les había enviado señales inequivocas de ligue... La vueltas borrachos en medio de los acampados con un deje de frustración mostraba que se equivocaban completamente.
Tras la vuelta al campamento deViator quedabala la delicada tarea del revelado de los carretes. Sólo algún comentario del sargento me hizo comprender que habían quedado un poco grises y oscuras. Yo ya sabía la causa. Debía haber utilizado un filtro de UV (de eso me enteré a la vuelta). Salí del paso explicando que con tanto sol los rayos UV hacen eso a todas las fotos (me cuidé de comentar que un simple filtro lo hubiera eviado). Unos meses después descubrí los negativos olvidados en el cajón de la mesa de la oficina de la compañía. Me los llevé. Me recordaban agradables experiencias y quería tenerlos. Aún los conservo.
Hoy, más de treinta años después, una gigantesca mole se alza en medio de aquella playa larga y hermosa que conocimos. El hotel inconcluso del Algarrobito completamente terminado espera entre protestas de ecologistas y trámites administrativos la decisión final de su destrucción. Los que conocimos aquella playa desierta, virginal, los que viajamos por la vieja carretera costera embriagados por aquellos por parajes increíbles, los que disfrutamos la sensación de libertad, las visitas a cortijos perdidos, los aljibes, las mínimas higueras, los sufridos matorrales, las chumberas, los preciosos y escasos rincones con agua, las planicies sembradas por los restos de desembarcos; los que nos bañamos en su mar y ascendimos el faro sobre al Mesa de Roldan, los que recorrimos caminos casi intransitables en poderosos todoterrenos militares... celebraremos su destrucción, porque él estaba ya destruyendo nuestros recuerdos.