Siempre hay una manera de distanciarse de lo que se apodera de uno, hay una vía de alejamiento, pero lo que duele es que algo de lo evitado, de lo abandonado en la distancia, resida dentro, esté ahí, a resguardo, a la espera de un momento de debilidad, pensando en todos los huecos disponibles. No nos desembarazamos del todo de lo que nos hace daño. De algún modo perverso y obstinado el mal nos puebla. Pensamos que estamos a salvo, pero no es cierto. Al mal, a esa porción que nos ha capturado, lo alimentamos igual que al bien. Andan los dos en alegre comandita, por ahí adentro, en el alma. Nunca sabemos qué es el alma. No hay una información fiable. Todas son huidizas, todas bordean el asunto, todas flaquean. Sabemos muy poco y hasta ese poco que sabemos se antoja en ocasiones irrelevante, baladí, como una nube en una tormenta. Sabemos que no hay libro que la explique; ni conversación en la que alcancemos a entenderla, pero la cuidamos, bien sabemos eso: la mimamos a veces. Pensamos que no es el cuerpo el que duele, sino ella, ah la muy dañina, es ella la que nos empuja al bien o al mal o a ir pasando las horas sin ser bueno ni tampoco malo, y eso es peor. Mirado con detalle, es peor no posicionarse en esas cosas. Que el lunes no les aturda mucho.