Me alejé del calor, del fuego que entibió mi cuerpo helado y te vi calmo, abstraído con los ojos fijos en la nada y hundido en la bruma del silencio. Y no supe que hacer, qué decir puesto que la congoja contraía mi pecho en un solo estertor, limpio y mordaz; una agonía simple y salvaje a la vez; silenciosa y tiesa como tus labios, tan ajenos a mis lágrimas. Tomé asiento a tu lado y cerré los ojos implorándole a los dioses detener el tiempo para ordenar las palabras que brotaban alocadas de mi boca en una orgía de incongruencias, de desatinos a la realidad, de insultos a la verdad. Recuerdo que grité y clamé. Descargué mi conciencia liberando a aquellos deleznables actos acumulados durante tanto tiempo y que manchaban nuestro mundo, nuestras vidas.
Cuando por fin, mi alma sintió la paz, sin suciedad ni reproches, cuando la horca que pendía sobre mi cabeza había desaparecido caí en la cuenta que mis confesiones habían sido en vano. Y ya cansada de intentar expresar el dolor que me consumía el corazón, ya que aquellas viles palabras no contenían el significado de mis pesares y tu rostro permanecía inmutable, callé. Pasaron las horas y vi cómo caías rendido al sueño y te alejabas aún más de mi, soltando mi mano, mi alma y mi vida... dejándome perder en el vacío del olvido, dejándome allí llena de tristeza expectante de tu despertar e ignorante de que el mío ya no sucedería.
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