Revista Cultura y Ocio
El azar no me obsequió con la fe y a estas alturas no reconozco entre mis desvelos intelectuales o sentimentales o morales que esa iluminación del espíritu escolte mi entrada en ningún reino de los cielos. Como a Borges, me fascina la teología como una disciplina más de la literatura fantástica y admito que la parte mundana de la Santa Iglesia Católica me procura alimento narrativo para entretener los días y satisface casi toda mi inquietud en materia metafísica sin que ese interés me prive de comprender qué pierdo y qué gano al no comulgar con su ideario. He sido convenientemente concernido en la bondad de ese magisterio. Se me ha ilustrado con absoluto rigor sobre los ricos oropeles del espíritu. He sido invitado a la casa del Señor y me han ofrecido una silla preferente desde la que asistir al festín de la palabra. Ojalá me hubiese conmovido lo que percibí. No hubo conmoción alguna. He sido despojado de toda posibilidad de fe. Creo en asuntos que no prometen vidas eternas. Creo con firmeza en la autonomía moral de mi descreimiento. De todo este pensar en Dios y en la Iglesia que lo representa en la tierra he sacado algunas conclusiones de índole absolutamente fantástica. La religión es un generoso territorio para la especulación metafísica. Y a mí especular me encanta. Metafísicos, ya lo dijo alguien, lo somos todos sin saberlo. Sin que se nos atropellen las palabras altas y las palabras nobles en la punta nerviosa de la lengua.
Y ahí está la fotografía, en mitad de mi periplo cibernético, ofreciendo una visión íntima de los asuntos del alma, a los que nunca ha de negarse concurso en las reflexiones del día: están los cardenales, cabizbajos, como apesadumbrados, como si un quebranto les lacerase inextricablemente el alma y sólo pudieran encomendarse a la providencia (sea esto lo que tenga que ser) para recuperar el júbilo aparentemente fugado y poder mirar a cámara o al imponente atrezzo vaticano con un rostro más sereno. Están los cardenales en lo que parece un rezo y hasta uno ha roto a sudar a lo visto en la instantánea, pero también está la paloma, que grácilmente surca el aire purísimo. Está la paloma antológica, la paloma bíblica, la paloma simbólica que trae la luz y da sentido al mundo a través de la fe. Y es entonces cuando uno cae en la cuenta de la sobrecogedora red de casualidades que pueblan el siempre asombroso universo. Como si entre la realidad y la ficción se abrieran grietas y por ellas se filtraran las metáforas y los recitativos, el palimpsesto orgiástico de la vida convertido en un símbolo, en paloma catecumenal, en paloma perfecta. O todo es un truco de photoshop. Nunca se sabe con estas cosas. Está uno afortunadamente negado en la deconstrucción de estas exquisitices del espíritu. Me manejo bien, no obstante, en otras de esas exquisitices. Sin palomas. Sin el vuelo arcangélico de la palabra. Sin toda ese atrezzo indecente con el que visten la inclemencia del espíritu. Creo que no va a ser, en estos días por venir, el único post en el que airee mis reflexiones teológicas. Espero que el amable lector comprenda la rica perplejidad de mis vicios. Que me cuento todo esto para sentir más de cerca lo que no comprendo. Que todo es, en el fondo, un deleite profundo.