Revista Opinión

El altillo

Publicado el 13 abril 2010 por Fragmentario
Más allá N° 21

Más allá N° 21

Cuando era niño, la gran aventura que compartíamos con mi hermana, algunos de mis amigos y dos de sus amigas consistía en escalar el esquinero que hacía de botiquín y armario de zapatos para subirnos al altillo de la casa.

El habitáculo seguía, como es natural, el diseño de las dos aguas del techo y tenía treinta centímetros en su parte más baja y poco más de un metro y medio en la más alta. Es decir, no caminábamos jamás, con suerte gateábamos y la mayor parte del tiempo reptábamos bajo las chapas que en verano nos enloquecían de calor y en invierno nos mataban de frío.

Subíamos con caramelos, con la chocolatada, con varias linternas y lámparas y nos acostábamos en dos colchones rojos de tamaño impresionante que contenían más polvo que el suelo mismo, a conversar y a leernos en voz alta bibliotecas enteras. Bajábamos con una mugre impresionante, medio intoxicados por el aire enrarecido de ese cuarto bajísimo y sin ventanas. Nunca volví a vivir una experiencia de lectura tan intensa.

Tal vez por nuestra torpeza física prepúber, tal vez porque hacía frío y pasábamos más tiempo en el altillo que en el resto de las habitaciones, unas vacaciones de julio nos percatamos de que apenas podíamos movernos. En nuestras alocadas búsquedas, habíamos desordenado el lugar hasta convertirlo en un camino de obstáculos constantes. Mi mamá nos ayudó a bajar todo lo que había en el sitio, y podría enumerar, como en un Aleph lleno de telarañas, que vi un exprimidor de jugos hecho de lata, vi una máquina de hacer fideos, vi un laberinto roto (era un ajado libro de crucigramas), vi un televisor inútil que nunca emitió colores, vi cuadernos, vi lápices, vi monederos, vi cubiertas de bicicleta, vi platos marmóreos, vi formas de madera que mi padre guardó inmediatamente debajo de la parrilla, vi papeles clandestinos, vi libros peligrosos. Entendí lo último con cierta dificultad gracias a la pedagogía paternal y cuando nos señalaron la caja en cuestión olvidamos todo lo demás.

Nos dedicamos a desmenuzar lo que mis padres habían ocultado hace tiempo por alguna razón que imaginaba terrible y fascinante. En la caja dormían decenas de libros con tapas llenas de figuras geométricas coloridas y espectros abisales sobre fondos negros. Se trataba de la serie casi completa de la revista Más Allá, una joya de la literatura de ciencia ficción nacional y extranjera. No preguntamos por las demás cosas ocultas (manifiestos políticos, pósters de un barbudo y otros elementos extraños), seguros de que al llegar la adolescencia nos interesaríamos en expropiar también esas otras cajas (así lo hicimos).

El altillo ya estaba limpio y ordenado, así que corrimos a refugiarnos para leer, a la luz mortecina de las viejas lámparas, nuestras nuevas historias. Cada uno tenía un libro, y recuerdo haber comentado a los demás, con risas, un artículo que anunciaba épicamente como tecnologías del futuro al electroencefalogama y a los satélites espaciales. Era un número de 1954. Leímos durante meses o años, ya no lo sé. Lo que recuerdo claramente es que un sábado subí solo, de noche, para leer uno de los ejemplares cuya tapa me atemorizaba especialmente. Debía tener nueve años. Hallé una traducción interesante que promocionaba a un autor novel (en ese momento), de origen norteamericano, llamado Ray Bradbury. El capítulo se titulaba Los largos años. La soledad de mi lectura fue dejando lugar al horror y a la piedad, al miedo y a la locura. Bajé a la parte poblada de mi casa, al planeta donde mis padres y mi hermana dormían tranquilos, y logré acostarme y dormirme aterrado y confuso. El cuento me provocó tal impresión que nunca olvidé el argumento y se lo relaté de memoria a decenas de personas durante mi vida. Lo releí ayer, quince años después, y todavía me produce escalofríos. Sentí ganas de compartirlo, de que algunos más me acompañen en la revisión de estas páginas que, estoy seguro, cambiaron mi forma de entender el mundo.

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