Revista Filosofía
Es natural suponer que el amor al conocimiento, a la verdad, es el impulso que necesita todo aprendizaje. Mi amor es mi peso; por él voy dondequiera que voy, dice san Agustín; así que el que ama el conocimiento se afana en su búsqueda como el que ama las riquezas y los honores se empeña en poseerlos.El que ama algo es porque le falta, de ahí que cabe suponer que al amante del conocimiento -al filósofo- le resulte escaso o insuficiente el conocimiento transmitido por la sociedad o la tradición. Este sentimiento de incompletud o de incredulidad está en la base del aprendizaje. En efecto, el aprendizaje pasa por poner en tela de juicio lo que se dice, se cree, y convencerse de que este sujeto social, impersonal, puede estar equivocado. Hay que ser indócil, algo anárquico, recluirse en la mismisidad y sospechar en secreto de la veracidad de nuestra tradición para que pueda emprenderse el camino hacia la verdad. De otra forma, si en todo momento el hombre filósofo está conforme con el pensamiento recibido, ya sea de los profesores o de la tradición, no sentirá jamás la necesidad de llegar a sus propias conclusiones sobre ningún asunto. Es por ello el deseo de forjar una opinión propia sobre las ideas recibidas, de convencerse uno mismo sobre la veracidad de lo que se dice, lo que subyace y anima el proceso de aprendizaje.Pero esto no puede enseñarse. Un profesor no puede enseñar a sus pupilos a despertar ese sentimiento de incredulidad, pues éste presupone cierta disposición y carácter natural en la persona que no es enseñable. Tampoco el maestro puede esperar de sus alumnos que vayan a cargarse de conocimientos si en ellos no existe cierto empeño por alcanzar la verdad. Sin embargo, el profesor no puede cruzarse de brazos y esperar a que por ciencia infusa brote en sus alumnos ese afán por conocer. Todo lo contrario, debe esforzarse en transmitir de la manera más entendible de que sea capaz el conjunto de la tradición cultural, teniendo presente que el alumno debe entender lo imprescindible para que pueda darse cuenta de que dicho conocimiento no es suficiente, o no está suficientemente comprendido, y, en virtud de su disposición interior, inicie su andadura filosófica. Lo que debe hace entonces el profesor es representar de la mejor manera de que sea capaz ese sujeto social y aguardar esperanzado a que el alumno se lo encuentre, trate con él y quién sabe si lo acabe aniquilando.