Qué gracia me hace cuando oigo aquello tan manido de que los niños aprenden los idiomas sin darse cuenta. Son como esponjas suele añadir el osado interlocutor para zanjar el tema de una vez por todas. Qué osada es la ignorancia. Los niños aprenden. Hasta ahí le doy la razón. Y poco más. Los niños aprenden porque es lo que les toca y porque les obligamos pero eso no significa, ni mucho menos, que no les cueste lo suyo. Aprender un idioma es un esfuerzo intelectual a cualquier edad y requiere mucho tesón y esfuerzo. Por mucho que digan aquellos que se quedaron en el My taylor is rich.
No es que a los niños les resulte más fácil aprender. No señor. Aunque haya quinientos millones de estudios de la universidad de Ohio que lo avalan, los niños aprenden porque no se les da opción. Y cuando se les da, salvo contadas excepciones, suelen elegir el camino fácil: No aprender. Para eso estamos las madres, para ser la mosca cojonera que les azuza para que aprendan. Si los niños aprendieran por ciencia infusa como algunos sugieren la maternidad estaría chupada. Pero como a los niños hay que meterles casi todos los conocimientos con calzador valiéndose de la sofisticada técnica de la repetición hasta la extenuación, la maternidad e imagino que la docencia infantil se convierte en una tarea titánica.
Los idiomas son más de lo mismo. El bilingüismo del que tanto se habla es una rara avis del poliglotismo. A día de hoy entre mis amigos hay una mayoría de matrimonios mixtos de todos los colores y sabores. Muchos tienen a su vez un pasado multicultural. Pero conozco muy poquita gente bilingüe, entendiendo por bilingüismo que se hable dos lenguas al nivel de un nativo. Me sobran dedos en la mano. Bien es cierto que el otro día conocí un chico sin lengua materna. De padre holandés y madre alemana había crecido en España pero recibido una educación anglosajona. Según él su mejor lengua es el inglés pero no le llegaba ni a la suela del zapato al inglés de la británica de pura cepa que tenía sentada a su lado.
En el gueto internacional en el que nos movemos nuestra internacionalidad es de segunda clase. Nuestras hijas crecen en alemán y español con un poco de inglés intercalado de vez en cuando. Una miseria comparado con amigos cuyos hijos con cinco y ocho años hablan griego, español, alemán e inglés con total fluidez. Pero esto no es de gratis. A cambio no hablan ninguna lengua al nivel de un niño nativo. Mis niñas hablan un español de Mickey Mouse con un deje guiri que se hace evidente en cuanto abren la boca. Y aunque su alemán es cada vez mejor todavía no están al nivel de un niño de padre y madre alemana. Por no mentar al puñao de amigas españolas que tengo cuyos hijos hablan un español comparable al inglés de Aznar en sus cameos en Georgetown.
Por eso me maravilla la inocencia de programas como Dora exploradora que pretenden hacernos creer que esas palabritas en inglés mezcladas sin ton ni son pueden tener algún tipo de efecto positivo en el inglés de nuestros retoños. Como mucho valdrán para que los padres nos sintamos menos culpables por infligirles a nuestras criaturas capítulo tras capítulo sin misericordia.
No se dejen engañar por fórmulas milagrosas, los idiomas como la fama cuestan. Y aquí es donde van a empezar a pagar. Con sudor.
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