“Y cuando él dijo con una especie de ligero gemido: «¡Eres maravillosa!», algo en ella se estremeció y algo en su mente se endureció resistiéndole: endurecimiento ante la horrible intimidad física, ante el extraño vértigo de su posesión. Y aquella vez el agudo éxtasis de su propia pasión no pudo con ella; permaneció con las manos inertes sobre el cuerpo agitado de él; por mucho que lo intentara, su espíritu parecía estar observando al margen, desde una posición por encima de su cabeza, y las sacudidas de las caderas del hombre le parecían ridículas, y la especie de ansiedad de su pene para llegar a una crisis que se resolvería en una pequeña evacuación parecía una farsa. Sí, aquello era el amor, aquel meneo ridículo de los carrillos del culo y el decaimiento del pobre, insignificante, húmedo y diminuto pene. ¡Aquél era el divino amor! Después de todo, los modernos tenían razón al sentir el desprecio que sentían contra aquella representación; porque no era más que una representación. Era más que cierto, como decían algunos poetas, que el Dios que había creado al hombre debía tener un sentido siniestro del humor al crearlo como ser racional y forzarlo sin embargo a tomar aquella postura ridícula y dotarlo de un hambre ciega por aquella representación ridícula. Incluso un Maupassant veía en ello un anticlímax humillante. Los hombres despreciaban el contacto sexual y sin embargo caían en él.
Fría y despreciativa, su extraña mente femenina se mantuvo al margen, y aunque adoptó una perfecta inmovilidad, sentía el impulso de levantar las caderas y expulsar al hombre, de escapar a su siniestra garra, a la embestida y al cabalgamiento de sus absurdas nalgas. Su cuerpo era algo desquiciado, impúdico, imperfecto, un tanto repugnante, inacabado, patoso. Porque, sin duda, una evolución plena de los seres humanos acabaría con aquella comedia, aquella «función».
Fragmento de “El amante de Lady Chatterly” de David Herbert Lawrence.
Lady Chatterley’s Lover. (Original en Inglés)