Hay un momento en que el amor inicia un desatino del que no cabe precaverse: te conduce de su mano, la sujeta con resuelta firmeza, te crees izado, en dulce volanda hacia un cielo en el que las nubes fingen ser manos y cubren con caricias la orfandad de tu cuerpo.
Así el amor, herramienta del bien, infatigable ángel de la belleza.
Amor con el que abrir lo solo y lo cerrado: pedestal de luz, instrumento sin considerada cautela ni gastado vicio.
Amor incesante y puro para descerrajar el cofre de los días y beber sin pudor su pureza, su recitado lento de honda cadencia.
Hay un momento en que el amor cobra su arancel y se retira sin alarde.
Está la mano sola y el cielo es de un gris que restaña en la carne como una brújula de hierro. Los cuerpos cansados. El tiempo, cansado.
El amor declina cualquier posibilidad de consuelo: deshace el idilio de la carne con la carne y el dolor ocupa la invisible extensión del alma.
Así el amor, herramienta del cansancio y de la costumbre, infatigable pájaro en firme mudanza.
Hay un momento en que el amor regresa y cubre los huecos que dejó al irse: trabajo ciego el suyo, memoria evanescente, cuerpo otra vez puro, de barro el cuerpo enamorado, el alma que custodia también lujurioso barro sin historia.