En 1904, cuando Zweig publicó esta obra, la tempestad de la guerra parecía algo muy lejano para Europa. Las ciudades como Viena parecían seguir un ritmo intemporal, con su división estricta entre clases sociales y sus tradiciones inamovibles, personificadas en el emperador Francisco José. Pero bajo aquella apariencia de normalidad latían otras pulsiones mucho más íntimas, las que empezó a estudiar Sigmund Freud en aquella misma ciudad varias décadas antes. Stefan Zweig fue admirador del doctor Freud y mantuvo una copiosa correspondencia con él (y también le dedicó parte de su ensayo La curación por el espíritu), por lo que estaba al tanto de los nuevos descubrimientos de la hoy tan denostada ciencia del psicoánalisis.
El personaje principal de El amor de Erika Ewald es una muchacha muy discreta, pianista sin apenas vida social, cuya existencia familiar es un pozo de incomunicación. Su vida da un vuelco cuando se enamora de un violinista con quien ensaya frecuentemente. Quizá es algo tan etéreo como la música lo que consigue despertar sus adormecidos sentidos. Esta emoción es algo insólito para Erika y su espíritu parece desbordarse por una tentación desconocida y constante, día y noche. Sin duda su educación no la ha preparado para esto y se siente desorientada y sola, bajo la influencia cada vez mayor del ser amado. Pero el amor no es algo tan puro como ella debía imaginarse. Provoca angustia, porque contiene zonas oscuras que atraen y repelen al mismo tiempo. Es sin duda algo muy tentador. Y por tanto pecaminoso. Y entonces Erika recuerda el caso de aquella compañera de colegio que acabó entregándose a un hombre:
"Erika siempre se estremecía cuando pensaba en aquella muchacha por cuya vida había pasado el amor como una oscura tempestad; y la violenta resistencia de su interior era algo más que la prístina vergüenza de una muchacha inmaculada, que recelaba de algo desconocido, era la hermosa debilidad de un alma tierna y débil y tímida, que teme la vida sin más y su brutal fealdad."
Bajo el relato de Zweig late un constante tono amargo. Su protagonista no está programada para ser feliz, sino para cumplir la función asignada a las muchachas de su clase social: ser esposas sumisas y madres ejemplares. La pasión es algo reprobable, y ceder ante ella es una bajeza incalificable. Por eso termina cayendo en aquello que en su tiempo se denominaba histeria femenina y que Raquel Maines en La tecnología del orgasmo define como la simple expresión de una sexualidad femenina sujeta a represión y, por tanto insatisfecha. La única cura posible, por supuesto, es caer en la tentación, un Rubicón que la muchacha se decide a empezar a cruzar, aunque nunca sabremos si sería capaz de llegar a la otra orilla. Resulta curioso que en esa época ya estuvieran generalizados los vibradores femeninos (hay abundantes anuncios en la prensa de finales del XIX y principios del XX) y el tratamiento de la histeria mediante masajes vaginales. Pero eso es otra historia. Porque la de Erika Ewald es la de un amor frustrado por impuro.