La Historia (también la Historia de la Literatura) está llena de episodios amorosos que, reales o ficticios, han alcanzado la fortuna de quedar en la memoria de los seres humanos, generación tras generación. Bastará con invocar los nombres de Romeo y Julieta, Dante y Beatriz, Paris y Helena, Hamlet y Ofelia o Elisabeth y Darcy. Pero existe una historia que, no menos impresionante (aunque sí algo menos célebre), conmocionó al escritor libanés Amin Maalouf y lo llevó a escribir El amor de lejos. Se trata del amor legendario y purísimo que prendió en el pecho del trovador medieval Jaufré Rudel de Blaye y que tenía como objeto de su adoración a la condesa de Trípoli, de la cual se enamoró sin haberla visto nunca: tan sólo por las descripciones que sobre ella le habían llegado. Preso de un éxtasis idealizado, compuso en su honor los más encendidos y platónicos poemas; y, alborotado por la posibilidad de contemplar su rostro antes de morir, partió hacia Tierra Santa con el objetivo de postrarse ante ella.
En esta delicada recreación de Maalouf, la dama es “graciosa y modesta y virtuosa y dulce, valerosa y tímida, resistente y frágil” (p.31); además de “hermosa, sin la arrogancia de la hermosura; noble, sin la arrogancia de la nobleza; piadosa, sin la arrogancia de la piedad” (p.33). Y Jaufré, rendido a la ensoñación, construye con esos elementos imaginarios el dibujo de una mujer insuperable, que constituye su “amor de lejos” y a la que rinde honores de diosa. Pero, ay, una debilidad de rango humano le sugerirá la conveniencia de embarcarse para ir a conocerla; y en ese instante comienza a abrirse la semilla de su desgracia, porque a los ideales no conviene contemplarlos de cerca, porque la realidad siempre es menos grata que la fantasía; y porque el corazón, cuando es sometido a tensiones demasiado altas, termina por quebrarse.
Un libro elegante, de aroma teatral y color lírico, que se lee con emoción y que me confirma la elevadísima estatura literaria de Maalouf.