Revista Maternidad

El amor en los tiempos del cólera

Por Lamadretigre

Familia numerosa Cuando te crecen más hijos que enanos tienes que aprovechar cualquier ocasión, por inverosímil que ésta sea, para disfrutar de unos minutos a solas con alguno de tus vástagos.

Son minutos preciados y preciosos, tan raros e impredecibles, que hay que cazarlos al vuelo para exprimir hasta la última gota de ese renovado vínculo materno filial.

Una nunca sabe cuándo va a volver a tener la oportunidad de dedicarle aunque sea un segundo de atención única y exclusiva a esa hija en cuestión.

Y es así cuando te pillas in fraganti disfrutando de una cita nocturna con La Cuarta. Que la noche en cuestión estuviera salpicada de vómitos, sábanas con tropezones, carreras fallidas al retrete y toallas infinitas que me condenarán a un mes de lavadoras extras, no empaña el romanticismo de la velada de enamoramiento adolescente que vivimos La Cuarta y yo.

Familia numerosa
Familia numerosa

Esta gastroenteritis traicionera era justo lo que necesitábamos para reavivar nuestra llama, después de que volviera a ponerme los cuernos con la abuela sin pudor ni disimular siquiera.

Necesitábamos una noche a la luz de los halógenos del baño para reencontrarnos tras la visita a la peluquería. Aquel día fatídico tuve que emplear la fuerza bruta para reducirla y que la peluquera pudiera malcortarle la melena mientras todos los allí presentes perdíamos la elasticidad de ambos tímpanos a manos de este cochino jabalí que se hace llamar mi hija.

Tan álgido fue el culmen de nuestro romance nocturno que hasta me dejó hacerle una coleta. De caballo. Para una maniática calibre virgo con ascendente libra, lo de dejarse hacer una coleta es una prueba de amor y entrega irrefutable.

A ella le gusta lucir la melena cual Sansón y la única concesión que hace al ordenamiento capilar es una horquilla. A condición de que no sea rosa ni tenga adorno alguno. Antes se arranca la cabellera a mechones –literalmente, no se vayan a creer que esto es una figura literaria- que llevar una coleta. No digamos ya dos, o una trenza. Ni muerta.

Maternidad con humor

Para demostrarme lo agradecida que estaba por los mimos con que la agasajé durante su corta enfermedad, a la mañana siguiente hizo un paréntesis en sus estilismos de chicazo convertido a obrero de  la construcción y me dejó ponerle un vestido. Vaquero, pero vestido al fin y al cabo. Fue su manera de darme las gracias, convertirse por un segundo en la señorita decorosa que nunca será.

Lo que ella no sabe, es que pese a los duelos de titanes en los que nos enzarzamos a diario, a mí me gusta tal y como es. Con su aversión al rosa y su afición a los pantalones con rodilleras. Con su sonrisa pícara y la mirada de te la voy a liar parda en cuanto te descuides. Con sus chillidos estridentes y las rodillas despellajadas. A mí me conquistó así, con su carita de ángel y sus prontos del demonio.

Cada mañana, antes de salir de casa, La Tercera me pregunta puntualmente si está bonita mientras se atusa el lazo, el collar de tahitianas de pega y el solitario de plástico morado con los que complementa el look arreglado pero informal que le gusta lucir en la guardería.

Si por casualidad ando lenta de reflejos y se me ocurre decirle a La Cuarta que ella también está muy guapa, es capaz de liarse a gorrazos allí mismo. Lo de estar guapa le parece una bajeza intelectual, a ella lo que le gusta es, según sus propias palabras, estar chula.

Más chula que un ocho añadiría yo.

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