El amor: ¿estado o acto?
Aunque a los románticos no les guste, "estar enamorado" es un estado, una condición pasajera destinada a la extinción. No obstante, si la experiencia es intensa, suele dejar rastros: ¿quién no recuerda la fuente de aquel enamoramiento que alguna vez nos inundó como un maremoto y nos arrastró hasta el éxtasis?, ¿quién no ha añorado alguna vez repetir aquella sensación?, ¿quién no ha deseado ocultamente regresar, así sea por un rato, a enredarse en aquellos brazos?.
El amor pasional simplemente acontece y, sin explicación, invade descaradamente nuestro mundo afectivo, intelectual y social. Nos inunda. Eros pasa y su batir de alas nos sacude. Eros es la herida masoquista, el querer para uno, la marca de la locura que se complace a sí misma y nos confronta más allá del límite.
El amor como acto es más reposado. Es el amor que se inventa momento a momento, no sólo en la sexualidad que se demuestra, sino en la convivencia. Componer el vínculo afectivo, en el sentido de construirlo, es un ejercicio de la voluntad, del querer querer. Amor que se actúa, que se vive y se suda, que se intercambia, se negocia. En fin, que se piensa a sí mismo a través del otro, quien también nos piensa.
Estar "en-amor" requiere una buena dosis de racionalidad. Es la decisión consciente, el afecto a sabiendas. Nos apropiamos del amor en el día a día: la philia, la "amistad marital" de Montaigne.
¿Olvidar a Eros? Imposible. Eso sería puritanismo, alegría mortecina. Implicaría negarse a sí mismo la opción y la sabiduría del cuerpo. Nos guste o no, el deseo siempre está rondando, siempre allí, siempre presente. El deseo nos ensarta, nos perfora, no importa la clase social, la religión que profesemos o las promesas que hagamos: deseamos no desear.
Lo contrario es igualmente irracional. La filosofía del semental no alcanza a fortalecer el lazo amoroso, puede que lo active, que lo motive, que lo precipite, pero no garantiza su evolución. El sexo es condición necesaria pero no suficiente para vivir en pareja. Vivir "en-amor" es ponerlo a funcionar desde dentro, desde la cohabitación, en la simpatía y la coexistencia pacífica que determina un proyecto de vida compartido.
Eros muere y nace al ritmo de la testosterona, lejano a toda lógica, cintura abajo. La philia, el amor de pareja, se refuerza y ahonda del corazón hacia adentro, muy cerca de la razón.
Amor como estado (Eros: enamoramiento, goce intenso y pasajero, fisiología vital) y amor como acción (Philia: amor amigo, determinación, propósito, perseverancia alegre): dos caras de la misma moneda, que si viven juntos viven mejor.
Estar "en-amorado" es entregarse en cuerpo y alma a la bioquímica y al narcisismo involuntario. Es la "dolencia profunda" de Platón ("extraña mezcla de dolor y gozo").
La comunicación amorosa
El amor tiene un lenguaje especial que no siempre puede verbalizarse. A veces, cuando se nos enreda la lengua y el cerebro entra en inhibición, la mirada, el guiño o el "toque-toque" hablan por nosotros.
Lo sorprendente es que pese a su antigüedad, y a lo aparentemente arcaico de su estructura, el callado idioma del amor puede ser mucho más elocuente que veinte tomos de literatura romántica.
Existe una forma de decodificación afectiva donde las neuronas sobran y el corazón se hace cargo.
Las claves dejan de ser lingüísticas para volverse gestuales, indiscretas y hasta desfachatadas. En el amor, las emociones desconocen la razón y se mandan a sí mismas.
Algo se transmite cuando estamos frente a frente con "la traga", algo nos delata y nos pone en evidencia. Se nota y "hablamos hasta por los codos". Y no necesariamente es rubor, tartamudez crónica o incapacidad vergonzante, sino datos invisibles. Información que no se ve, pero se siente, o mejor, se huele. Como si Cupido no hiciera otra cosa que llevar y traer a su antojo.
Quizá la mirada tenga el poder de atravesamos e ir más allá del observador hasta tocar un centro
universal del amor: un "punto G" compartido. Tal vez la piel esté conectada al aire de alguna manera desconocida y esto permita que el mínimo roce se convierta en la tempestad que ya conocemos. Lo cierto es que la comunicación amorosa no puede contenerse en ninguna frase (aunque los poetas se aproximan bastante), porque la letra es otra. Sus enunciados son los balbuceos, los suspiros, uno que otro gruñido bien intencionado y los consabidos alaridos.
No estoy diciendo que debamos volvemos sordomudos, sino que sería interesante recuperar las primitivas vías de intercambio afectivo. Acariciar, abrazar y besar son otras formas de decir. Son
manifestaciones del ser que ama.
En una cultura como la nuestra donde se privilegia lo verbal, los silencios son molestos y la mímica se vuelve incomprensible. Nos cuesta entender que el amor interpersonal no sólo se vale de los órganos del lenguaje para sentar precedentes. Si estamos enamorados, todos los sentidos se aúnan para conformar un nuevo dialecto, una nueva gramática.
Sin embargo, el lenguaje natural del amor no garantiza la convivencia. Es probable que la haga más llevadera, más agradable y emocionante, pero no es suficiente. Nuestros paradigmas y expectativas, así como la manera civilizadamente errónea de procesar la información alteran la conexión del emisor y el dador. Un ejemplo típico es lo que se conoce como la metapercepción: "Yo pienso que tú estás pensando que yo estoy pensando que tú pensabas...".
Si estamos enamorados, todos los sentidos se aúnan para conformar un nuevo dialecto, una nueva gramática.
Cuando la mente irracional interviene, con sus miedos, inseguridades y prevenciones, la coexistencia deja de ser pacífica para convertirse en una guerra campal. Proyectamos lo que no somos capaces de resolver y las dudas nos carcomen el alma. Nos atrincheramos y sacamos a relucir lo peor que tenemos.
Una comunicación sana, apacible y cariñosa necesita de escucha activa (tratar de entender correctamente lo que me están diciendo), atención despierta (estar con los cinco sentidos) y confianza en el otro. Cuando estos tres factores están presentes, no se requieren traductores especializados, identificador de llamada y alarma contra robo. Sin embargo, si alguno de ellos no se cumple, la distorsión entra y el caos hace de las suyas.
Si acopláramos la comunicación verbal a la frecuencia, a los códigos naturales del amor y siguiéramos su ritmo (el pulso de fondo), entonces no habría tantos malos entendidos porque no habría malas intenciones. Una ternura silenciosa invadiría la relación: tendríamos muy poco que explicar y casi nada qué aclarar.
Una sonrisa puede interpretarse como una insinuación, un saludo efusivo como coqueteo, y un detalle como la confirmación de que "se está muriendo por mí".
Los erotomaníacos intentan equilibrar un amor propio deficitario, fabricando un cuento de hadas en el que ellos son los protagonistas principales.
(Fragmentos extraídos del libro: "Amores Altamente Peligrosos" de Walter Riso)