La Historia ofrece abundantes casos de relaciones amorosas inverosímiles, increíbles, pero la que protagonizaron en la Alemania nazi una mujer casada con un soldado de la Wehrmacht y con cuatro hijos y una joven judía, parece el colmo de lo imposible. Pero sucedió en el peor escenario posible, durante el apogeo de los nazis; duró año y medio entre 1942 y 1944
Elisabeth Wust era una madre aria que a sus 29 años satisfacía al régimen: estaba casada con un soldado destinado en el frente ruso, había dado cuatro hijos a la patria y apoyaba sin reservas las ideas y acciones del führer. Una mujer ejemplar para aquella sociedad. La niñera, Ulla Schaaf, era una alemana que odiaba el nazismo, simpatizaba con el comunismo y acogía y protegía a los judíos, pero tuvo que ponerse al servicio de una familia cuya casa mostraba varios retratos de Hitler. Elisabeth, Lilly, aunque no era especialmente antisemita, sí que se dejó penetrar por esas ideas, tanto que un día le dijo a la niñera que sería capaz de oler a los judíos. Entonces, al regresar a su casa, Ulla le contó esa conversación a una judía que ella escondía, Felice Schragenheim, y entre las dos idearon un plan para poner a prueba las dotes de detección de semitas de Lilly.
Así, la niñera Ulla y su clandestina huésped Felice se reunieron con Lilly en un café, a finales de 1942. El entendimiento, la química, el flechazo entre la mujer aria y la judía fue instantáneo, pues ésta era encantadora, inteligente y culta. De la amistad pasaron a una relación más intensa e íntima. Lilly se divorció de su marido y Felice se mudó a su casa. Muchos años después, Elisabeth dijo que no sabía de su tendencia homosexual, pero sí reconoció que le gustaba mirar a las mujeres atractivas. También explicó que su primer orgasmo, a pesar de los cuatro hijos, lo obtuvo con Felice.
Así vivieron unos cuantos meses. Lilly decía a todo el mundo que su amante era una prima que se había trasladado a Berlín a causa de la guerra; a nadie extrañaba que estuvieran siempre juntas, pues apenas había hombres jóvenes por las calles y era normal que las mujeres pasearan o bailaran juntas. Pero Felice se iba de casa sin decir a dónde y sin explicar a qué se dedicaba, de modo que Lilly empezó a sospechar que había algo, que pasaba algo. Una noche preguntó, insistió y prometió que su amor no se vería afectado por lo que le dijera. Entonces Felice le reveló su secreto: “Soy judía”. Tras la primera impresión, Lilly le dijo que ahora todo estaba bien y ambas se fundieron en un abrazo.
Ambas acodaron que lo mejor era que Lilly no supiera nada de las actividades de Felice (proporcionaba documentos, buscaba escondites u organizaba fugas para judíos). Sin duda, la joven hebrea vivía en permanente peligro, una angustia que su pareja compartía.
En agosto de 1944 se fueron a bañar a un río, se hicieron unas fotos y volvieron a casa. Pero allí estaban los negros uniformes de la Gestapo con una foto de Felice. Alguien la había denunciado. En menos de un mes estaba camino del campo de concentración de Therensienstadt, deahí pasó a Auschwitz y finalmente a Bergen Belsen, de donde desapareció sin dejar rastro; fue una de los millones de personas que se ‘desvanecieron’ durante la locura nazi.
“Con Felice me sentía viva, libre, feliz, era otra persona. Aquel año y medio con ella fue un regalo. Nunca la olvidaré”, declaró Lilly a la BBC a finales del siglo pasado. El suyo fue un amor imposible. Lilly estaba conculcando todos los preceptos de los nazis: una mujer aria que tenía que dar hijos y servir a la patria, mantenía relaciones lésbicas, y peor aún, su amante era judía. Todo esto en una sociedad tan reaccionaria y retrógrada como la nazi era algo inimaginable, el mayor cúmulo de perversiones que podían perpetrarse y que suponían la vergüenza, el descrédito, el aislamiento y, seguro, la cárcel. Felice, por su parte, sabía que mantener esa relación con una mujer y además aria, era una doble sentencia de muerte: por judía y por homosexual.
Pocas veces muestra la Historia una relación amorosa tan impensable, tan imposible. Duró dieciocho meses y terminó, como era de esperar, del modo más trágico. En todo caso, es evidente que el amor superó las más inabordables barreras en el peor escenario posible.
CARLOS DEL RIEGO