Edición: Principal de los Libros, 2014Páginas: 192ISBN: 9788494223402Precio: 16,50 €
¿Hasta qué punto las experiencias traumáticas nos cambian la vida? ¿Y hasta qué punto influyen en el comportamiento de las personas cercanas? Sara, la protagonista de esta novela, es una mujer atractiva y profesional que vive con su pareja en una existencia que podría calificarse de «normal» hasta que un día presencia un suceso terrible: un mendigo se arroja a las vías del metro después de pedirle limosna, ayuda que ella le negó. Sara sufre un impacto tan grande que no puede seguir su ritmo habitual y, más tarde, acude a un psiquiatra. Su chico, Eduardo, se encarga de cuidarla; pero, a veces, la frontera entre el cuidado y el control enfermizo del otro se vuelve difusa, sobre todo cuando uno de ellos está débil («¿No le parece que hay cierto placer en cuidar de alguien hasta convencerle de que no puede responsabilizarse de sí mismo?», pág. 40).Marina Sanmartín (Valencia, 1977), periodista, librera y bloguera, propone en su segunda novela un acercamiento al amor que se convierte en posesión, a los límites entre la dependencia y la humillación, planteado a través de una pareja joven que afronta el trastorno psíquico de uno de ellos (¿o de los dos?). El tema de cuidar de un ser querido en la literatura suele referirse a ancianos o a enfermos terminales; en este sentido, el enfoque resulta interesante por proponer algo menos visto, desde una mirada hasta cierto punto perversa, que acerca los roles del cuidador y el malvado. Sara padece cambios evidentes, pero Eduardo, que llega a escuchar sus conversaciones con el psiquiatra, también se transforma. La enfermedad muestra otra cara de ambos y evidencia que nunca se llega a conocer del todo al ser amado, que las relaciones se sostienen sobre pautas de aparente normalidad, pautas frágiles que, a veces, se rompen (en esto se parece a Las vidas que inventamos, de Fernando J. López, que, por cierto, también utiliza un accidente como punto de partida para exteriorizar la crisis matrimonial).Más allá del comportamiento, la decadencia del cuerpo es otro elemento importante de la novela: Sara, la que antaño fuera una mujer guapa (se insiste mucho en este detalle), con seguridad en sí misma, gana peso por la medicación y descuida su imagen (recuerda un poco a La trabajadora, de Elvira Navarro, en la que aparece una chica que sufre los mismos efectos por el tratamiento). La inseguridad por motivos físicos se trata, asimismo, con el envejecimiento de otro personaje que se introduce más adelante. Desde mi punto de vista, esta obsesión se puede entender como un reflejo de la tiranía de la estética en la sociedad contemporánea y, al mismo tiempo, una forma de poner de relieve el carácter efímero de la belleza, incluso en una persona todavía joven, como la protagonista.Por otro lado, la situación de Sara experimenta un cambio con la llegada de un nuevo vecino, Jeremías Prun, al que intenta conocer. Este acto, aparte de ser una rebelión a la vigilancia de Eduardo, tiene otro significado, porque Sara y Jeremías ya se vieron en otra ocasión. Esta segunda trama, en mi opinión, no está tan bien trabajada: no convencen ni su conexión con la principal (el vínculo de Sara con Jeremías, cuando se descubre, resulta demasiado vago, demasiado pequeño para justificar que el grueso de la novela se sostenga en él) ni la historia personal del vecino, contada de forma un tanto superficial, que no cuaja como paralelismo de otra relación fallida. Además, el conjunto queda algo descompensado, ya que en este tramo Sara pierde mucho protagonismo en comparación con las primeras páginas. Creo que habría sido mejor potenciar el asunto del cuidador-controlador, lo más jugoso de la novela, y encarar desde otra perspectiva el papel del secundario (involucrarlo más en el presente de Sara, por ejemplo).Cambiando de tercio, la estructura alterna fragmentos de narrador omnisciente sobre la vida de la pareja con la transcripción del relato de Sara ante el psiquiatra, además de cartas y algunas citas de libros (a propósito, la autora demuestra un gran gusto por lo «libresco»: la librería como escenario de momentos importantes, cartas perdidas en libros, relación entre los fragmentos y la realidad del personaje, etc.). Sanmartín es hábil para la primera persona y el diálogo —algunas confesiones de Sara son magníficas—; no obstante, el estilo se podría pulir un poco en la tercera persona, ya que se excede con las metáforas y las comparaciones, que resultan efectistas, y abusa del punto y coma. Se nota que quiere escribir frases contundentes —la clase de frase que uno querría apuntar, por plantear alguna idea perturbadora—, sobre todo después de un párrafo, y, aunque hay algunas buenas, son tantas que recargan el texto.
Marina Sanmartín