De la última novela de José María Guelbenzu, El amor verdadero (Siruela), no quería hacer una entrada sobre la marcha, y de ahí que haya tardado en empezar a esbozar estas líneas, que pretenden rendir homenaje a una gran novela con la que el escritor, en gran medida, rubrica una trayectoria impar en el panorama de nuestra narrativa actual (digamos el último medio siglo).
La recibí poco después de regresar de las vacaciones (¿existieron?) y enseguida me puse a leer esta novela, El amor verdadero, que Guelbenzu enviaba a la que considera "lectora ideal y amiga leal", en otra de sus imborrables dedicatorias. ¡Glups!
Por eso (y por mucho más) es difícil ponerse a hablar, en espacio reducido, de una novela que, más allá de lo que narra (cuenta) y presenta (muestra), evoca y sugiere y... ¡enseña!
Porque ya es raro encontrar a escritores que dominen los dos registros básicos que apuntalan cualquier relato o narración: el "telling" y el "showing". Normalmente, los novelistas son diestros en uno u otro registro, pero aquí se hermanan maravillosamente (lo que da pie a plantearse la falseadad de según qué dicotomías. Porque hay que reírse de ésta cuando en las "últimas" novelas lo que prima es la información, el dato que no se acrisola, a costa de la representación de una vivencia o experiencia). Y ya más difícil es encontar "enseñanzas" que no suenen a prédicas, moralinas o digresiones pontificadoras. No, en estas páginas las "lecciones", el conocimiento, se desprende del vivir y de las meditaciones que ese ir viviendo (con la porgresión y continuidad que implican) propicia o exige.
Si dijese que en El amor verdaero Guelbenzu nos habla de la Vida y de la Muerte, del Tiempo, de los Sentimientos, del Conocimiento y... podría seguir, pero ya sabéis que detesto las listas, por lo que me detendré en otro tema medular: la Experiencia.
Justamente la novela se abre con una frase estremecedora: "La vida demuestra que la experiencia personal es intransferible". Esta convicción o certeza que en El amor verdadero remite, básicamente, a las relaciones entre padres e hijos, pauta el discurso.
Y ya iba siendo hora de que alguien hablase de esa otra forma o manifestación del amor sin acudir a los clichés admitidos y aceptados (y que venden mucho más), que pasan por el enfrentamiento y la negación... necesarios, sí, pero no permanentes, porque el que tuvo retuvo y... si hubo amor... no es que retorne: simplemente permanece porque nunca se fue. El amor está, es.
Guelbenzu recurre a un episodio mágico (y de resonancias literarias) para apuntalar esta permanencia. Es un dato novelesco que seguramente cualquier lector "traduce" de inmediato a... una imagen, un recuerdo, una palabra... lo que sea. En cualquier relación (amorosa, amistosa, laboral, vecinal...) siempre hay un "elemento" que la corrobora y mantiene.
(Apunto esto para los escépticos o... ya me entendéis).
Le dije a Guelbenzu que para mí (lectora fiel y leal, más que ideal, como él cree) su novela, El amor verdadero, era una Summa de su trayectoria narrativa (por lo que os aconsejo que entréis en la página web del escritor y actualicéis esa trayectoria). Y también una especie de Testamento espiritual y vital. Y no quiero insistir en esta nota, que quizá suene fúnebre...
Por lo que voy leyendo... los críticos destacan el marco "histórico", que está señalado y cuenta o modela y condiciona, pero no es lo fundamental. De todos ellos, me permito recomendar los comentarios a propósito del atentado a Carrero Blanco). En la novela se refieren los hechos decisivos en la reciente historia de España (incluído el 11-M), pero la peripecia es estrictamente interior. Para eso Guelbenzu se esfuerza en construir cuatro o cinco personajes que, ante "la Historia", responden o reaccionan de manera distinta.
¡Y menos mal!
Porque si no estaríamos en plena fase naturalista...
La diversidad de personajes es impresionante, y no se limita a los de la generación propia. Ni a los padres respectivos. Hay, por ejemplo un trío estupendo, formado por el mago Cadavia, el poeta feérico Palacius, y Juan de Septiembre, en quien reconozco retazos de Benet, o cositas: por ejemplo, lo de que los asturianos somos locos transparentes. Me contó Guelbenzu que a la hora de crear el grupito se inspiró en los sobrevivientes de la bohemia madrileña "clásica", y que en la postguerra renovaron los postistas (los Ory y demás).
En este sentido, es loable el modo en que el escritor recrea ciertos espacios, que no son mero decorado, ¡ojo! Porque uno de los retos del escritor pasaba por hacer una novela realista sin costumbrismo, operando con la realidad nacional, pero... acrisolándola a través de unas vidas. Incluso en esta ocasión Guelbenzu ha afrontado el desafío de meterse en la España provinciana de la inmediata postguerra sin resultar casposo.
Pero volvamos a la experiencia.
Y a la escritura.
La pluralidad de voces (polifonía) es habitual en la narrativa del autor, destacando los monólogos interiores de los personajes, y muy especialmente los de Clara Zubia, la protagonista, y un personaje cuya creación los críticos celebran con unanimidad total. Tiene un desparpajo..., que suscribo casi siempre. Por ejemplo:
Hay dos cosas que tengo claras: la primera, que seré siempre una mujer delgada, no soporto la condena de la gordura a partir de cierta edad, me odiaría por parecer una dejada. La segunda: que sólo empezaré a utilizar collar de perlas a partir del año que viene. Madura, sí, pero siempre delgada y elegante.
También me ha divertido encontrar a un desenfadado narrador omnisciente teñido de humor e ironía. Conviene no olvidar esta nota, con la que el joven Guelbenzu en 1968 sacudía firmemente el panorama de la novela española de aquel momento. Ese narrador va soltando breves digresiones que en su conjunto trazan una poética de la novela. Así, en un momento dado escribe: "En fin, no merece la pena insistir más en las minucias cotidianas que alimentan los días de la gente que no tiene nada emocionante que hacer en la vida. Si esos sucesos hemos de coronarlos como acontecimientos, está todo dicho".
Y está la ciudad, claro:
¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces? No me refiero al tiempo real, mensurable, sino al tiempo vital, el que nos alimenta, el que no tiene perspectiva, el que llevamos encima como una segunda piel.
Cuando era estudiante universitario paseaba a menudo por nuestra Gran Vía, que era lo más parecido de nuestra existencia a recorrer Sunset Boulevard o la calle 42 de las películas de entonces. Una vía muy ancha, que se torcía al llegar a la plaza del Callao, flanqueada por edificios como pasteles de boda coronados de luminosos y plagada de cines de estreno que se sucedían a lo largo de las aceras como suntuosos gigantes del espectáculo enmarcados en tubos de neón; y luego las tiendas y los hoteles, más luz y más brillo, y la galería comercial de Los Sótanos y los clubes a la vista o en las calles aledañas, J'Hay, Morocco, Pasapoga, El Biombo Chino... Era la noche en todo su esplendor, la noche de los gatos y las luciérnagas urbanas, la noche de los faros de los automóviles trazando líneas de color sobre las calzadas, la noche que expulsaba la luz de los días embrutecidos, conformistas y miserables y destapaba y exhalaba el olor de lo clandestino, la euforia de la anarquía y del alcohol que la excita en las esquinas, la estimulante dispersión de los viandantes nocturnos iluminados por las farolas y los escaparates encendidos.
Cierro los ojos y el recuerdo es ahora como un cuadro impresionista. Ya no puedo precisar los detalles, pero la mancha de color es sugerente y precipita la imaginación por medio de los sentidos, que la interpretan despiertos a través de la memoria. (pp. 162-3)
La cita es extensa (o no), y con ella quiero mostrar la densidad (el fondo) de esta escritura. Porque a ver cuántos de nuestros escritores, hoy, "levantan" algo así.
Podría reproducir muchos otros párrafos. Agunos breves, a modo de sentencias: "la memoria es fiel en lo esencial y olvidadiza en lo accesorio, interesada, selectiva..."; "la realidad sólo se mira a sí misma, monótona y acorde con estos tiempos donde lo único que importa es la superficie de las cosas, de la vida, donde lo inmediato es también el pasado y el futuro es un deseo insensato de inmortalidad".
Y os aseguro que todo lo que tiene que ver con el alma humana y los sentimientos y el vivir... para mí será como un breviario, especialmente si consideramos que me toca afrontar ese otro tramo de la vida en el que, como dijo Guelbenzu en el Coloquio, de repente nos damos cuenta de que "el futuro" (yo siempre lo llamé el porvenir, pero es igual) ya no nos aguarda por ahí, más o menos distante o lejano, sino que galopa hacia nosotros y... ¡zas! Ya no.
Hay párrafos en la novela que tienen el tono de la confesión o la confidencia (mejor que Testamento). En lo que a mí respecta (habla la persona, no la filóloga), las líneas de la página 400 son un buen ejemplo. (¡A leer!)
Eso sí, en El amor verdadero queda el sosiego de un presente que el novelista condensa y a la vez dilata en el lento atardecer en una playa del Cantábrico, cuando Andrés Delcamplo contempla el paseo de su mujer Clara a orillas del mar, un adentrarse o aproximarse y alejarse, según el ritmo o la fuerza de las olas, un vaivén que no es otro que el del tiempo.
P.D. El viernes yo estaba bastante desolada después del Coloquio. Guelbenzu estaba agradecido a Nora Catelli, Luis Izquierdo y Adolfo Sotelo por sus palabras, y al público asistente, así que a lo largo de la mañana nos fuimos animando. Tanto, que ambos aceptamos el principio de realidad: buscar una mercería en el barrio donde él tenía que comprar algo, y yo ir a la Frutería porque se me había olvidado por completo que el sábado era el otrora glorioso 1 de mayo y...