Es química: hace muchos, muchos años, la vida surgió en el mar. Es biología: del amor surge la vida. Es lógica: el amor es como el mar, ¿o acaso existe algo más con un paralelismo similar?
Es igual de fascinante, seductor y misterioso. ¿Quién no ha caído en sus redes al contemplarlo por primera vez? Es irresistible, no hay nada más hermoso. Despierta pasiones, derriba barreras. Invita a soñar, a perderse, a hundirse en él. ¿Quién lo ha podido olvidar? Es persuasivo, lo impregna todo. Sostiene, envuelve, abraza, cautiva, conquista. Roba la respiración, retiene el aliento con la irresistible atracción del miedo. Es más fuerte que la propia voluntad. Te arrastra, no te suelta, te eleva hasta las estrellas o te ahoga en sus tormentas.
¿Quién se aleja sin nostalgia? Perderse en su inmensidad es, sin duda, el mejor de los refugios. El mar es furor y calma, un vaivén de emociones salvajes, un delirio de paz, un estallido violento, un arrebato de alegría, la agitación de la tristeza y el esplendor de la felicidad. ¿Quién no siente la esperanza de regresar? Es un horizonte más allá del confín de la libertad, la eternidad condensada en un segundo glorioso.
¿Quién no se enamora de nuevo cada vez que lo vuelve a ver? Posee la seducción de la belleza cambiante, instantes que destellan y se graban en la memoria antes de desvanecerse entre suspiros de olas. Sorprende a cada momento, no cesa de deslumbrar. Convierte el horizonte en un lugar mágico, en un mundo de leyenda, un espacio lleno de ilusión y encanto, que hechiza la imaginación. Es el lecho en el que duerme el sol y del que emerge la luna. Es el espejo del universo, reflejos de luz y abismos de oscuridad llenos de misterio. ¿Alguien no ansía una cala propia?