Revista Cultura y Ocio
Un jovencísimo Antonio Aguilar (1973) se dio a conocer poéticamente cuando en el año 1997 le concedieron uno de los accésits del premio García Lorca, lo que se tradujo en la publicación de El amor y los días (Granada, Universidad, 1998).Se trata de un poemario no muy extenso, donde ya se insinuaban destrezas que el autor iría incrementando en los años posteriores. Aquí observamos ya algunas inteligentes reflexiones sobre el flujo heraclitiano de las horas y advierte su condición imparable, que él sintetiza en una fórmula poética de alta belleza: “La vida que con ademán de estarse pasa” (p.16). Los versos de este volumen (en especial los endecasílabos) están manejados con elegancia, y su tino a la hora de encabalgarlos demuestra el largo y fecundo tiempo que el poeta ha dedicado al apartado rítmico (y también la sabiduría innata que en ese ámbito atesora).Las ambientaciones que elige para sus poemas son muy amplias, y van desde los territorios urbanos de su Murcia natal (la plaza de las Flores) hasta los paisajes más añejos de Europa (la abadía de Westminster), pasando por algunos escenarios que quizá resulten más coyunturales (como la mención del río Darro, que cruza Granada y que protagoniza el tercer poema del libro).Se nota, en fin, que Antonio Aguilar estaba buscando y encontrando músicas, que preludiaban lo que vendrían después en sus siguientes libros.(Como detalle anecdótico, puede consultarse la página 21 de este libro y se observará que el poema está dedicado a un misterioso Ives de la Roca, que volvería a aparecer en su siguiente obra).