Todo esto no es un sueño, es real.
Tan real como tu energía que me abraza cada vez que estamos cerca para luego invitarme a caminar por el cielo de tu mano.
Tu amor es tan imponente, que posee la habilidad de transportarnos al sol para que veamos cómo cada cuerpo celeste se mueve en torno a él.
Antes de conocerte yo no estaba a salvo, estaba herido. Escondido en una cueva, tendido en el piso sintiéndome morir.
Todavía recuerdo la primera vez que te vi.
Estaba sufriendo en la caverna, hasta que un aroma a flores me puso de pie y me hizo caminar sin saber a dónde.
El perfume me guio sutilmente a las puertas abiertas de un castillo en medio de la selva.
Era tu fortaleza.
Tú estabas ahí, sentada en un trono de plumas blancas y sobre tu cabeza, una corona de flores te convertía en reina.
Por sobre tus espaldas nacía el amanecer y la luz te cubría completamente.
Ahí fue donde abrí mis brazos y comencé a adorarte como si fueras un dios. Un dios piadoso que jamás permitiría el sufrimiento.
Eras el camino a la elevación de mi alma.
el amor que dormía entre tus manos era el inicio de todo lo puro y me lo ofrecías para que se fusionara con el mío.
Tus ojos, me prometían el destierro del odio y que un corazón sereno nacería en mí.
No te gustaba verme alabándote, decías que mi lugar era a tu lado, pero no atinaba a hacer otra cosa y continúe vinculando al cielo contigo, mientras mis brazos confirmaban tu divinidad en cada rezo.
Era un momento sin enemigos, lejos de los peligros del mundo. Dentro de la selva que habías creado con tu mirada, y la fortaleza que hiciste de un soplido.
Supiste traerme hasta aquí con el perfume de las flores para que solo seamos tu y yo… enamorados.