Título: El Barco(II)
Autor: Josué Ramos
Portada: Alberto Aguado
Publicado en: Mayo 2017
Tras embarcarse en el fantasmagórico pecio hundido, Sindulfo descubre que su amada Clara está a bordo. Pero ¿Cómo ha venido ella a dar al fondo del Atlántico? ¿Y por qué?
Action Tales presenta
Creado por Enrique Gaspar
Despertó sobre el suelo de la bodega, envuelto en la penumbra. Todas las luces estaban apagadas, el Anacronópete solo recibía luz del exterior y parecía que todos los sistemas se habían apagado. Sindulfo creyó que, al fin, había tocado fondo y que había llegado su fin.
Sintió un escalofrío al ver que las persianas no estaban cerradas y hermetizadas. ¿Cómo, sino, entraba la luz?
Subió las escaleras despacio y, sin dejar el último peldaño, trató de mirar al exterior a través de la ventana más cercana. No podía creer lo que estaba viendo. Creyó estar alucinando. Estaba en un salón de baile.El Anacronópete estaba dentro de una sala de baile repleta de gente vestida de etiqueta, charlando aquí y allá, como si él no estuviese allí.
Con las piernas temblorosas, sentía que no era capaz de pensar con claridad. Quería salir pero no se atrevía a enfrentarse a una escena tan normal en una situación tan extrema. Sin saber bien qué hacer ni cómo actuar, se dirigió a su cuarto para cambiarse de ropa. Lo único que se le ocurría era que, tal como estaban las cosas en aquella sala, tenía que salir de acuerdo a la ocasión. No podía presentarse en aquella fiesta, entre toda aquella gente, con la misma ropa que había llevado desde… le costó recordar desde cuándo pero, haciendo memoria… desde la Guerra de los Sitios de Zaragoza, pasando por aquella extraña época prehistórica del futuro. Si salía así al salón de baile, el único prehistórico de todos los presentes sería él.
Repasando sus trajes se dio cuenta de que lo mejor que tenía era el traje de gala que todavía conservaba de su época en el ejército. Nunca más lo había hecho desde que había dejado las armas y, de hecho, ni siquiera era capaz de explicarse por qué lo conservaba. No quería ponérselo, así que sacó del armario el traje que solía ponerse cuando iba al teatro o la ópera. Sí, ese sería el más adecuado para un baile.Cuando salió del cuarto, decidió lavarse las manchas de tierra y barro reseco que todavía tenía en las manos y la cara. Siempre se había preguntado por qué el fluido García era capaz de protegerlo del paso del tiempo o de las heridas, adelante o atrás, pero no de las manchas. Era un engorro tener que lavarse cada poco tiempo para estar presentable. Sin embargo, todavía conservaba la esperanza de lograr, algún día, que el fluido García lo librase para siempre de tener que bañarse cada pocos días.
Por último, antes de bajar las escaleras, recogió la rosa que había dejado sobre los controles de la nave y se la colocó en la solapa, como si fuese una flor cualquiera.
Pero en realidad había algo en ella, había algo en su forma de aparecer y formar parte del Anacronópete, que le intrigaba y le impulsaba a llevarla consigo, como si fuese a ser su compañera de baile durante la noche.Al fin, bajó las escaleras para volver a la bodega y empujar despacio la puerta, con cautela, para asomarse al exterior.
Un acogedor vals lo recibió en la sala. Envolvía todo el entorno en paz y elegancia, como si todo marchase como era debido, como si no hubiese una enorme casa con cuatro trompetas sobresaliendo del tejado a un lado del salón.
Nervioso, salió afuera pegado a la puerta, sin separarse de ella y, una vez estuvo fuera, la cerró con la llave que se había guardado en el bolsillo del pantalón del traje.
El Anacronópete estaba cerrado. Era el momento de separarse de él y tratar de entender qué narices estaba pasando.
Bajó las escaleras del porche para rodear la casa y descubrir que estaba perfectamente pegada a la pared. Había mujeres sentadas a un lado, contra la pared, esperando a que alguien las sacase a bailar. Algunas charlaban, otras se comunicaban con sus abanicos y más de una, impaciente, lo estudiaba con cara de súplica. Al menos eso le confirmaba que la gente podía verlo y que era real. Pero antes de que alguna le insinuase que la sacase a bailar, Sindulfo dio media vuelta y se marchó.
Se dio cuenta, sin embargo, de que no sabía a dónde ir ni qué hacer. La situación era de lo más surrealista y no sabía por dónde empezar ¿Qué podía hacer? ¿Preguntar por qué a nadie le extrañaba que su casa se hubiese caído en la sala? ¿Preguntar si alguien lo había visto venir?
Se fijó en la mesa de las bebidas y los canapés y se dirigió a ella. Era un buen comienzo para tratar de asimilar la situación.
—¿Qué desea, caballero? —le preguntó uno de los camareros, desde el otro lado de la mesa.«Que alguien me diga que hago aquí y cómo hemos llegado a este salón», pensó. Pero en lugar de eso, se limitó a cumplir con su papel de invitado al baile:
—Una copa de jerez, si puede ser.
—Por supuesto, caballero. Lo que usted desee.
Mientras se la preparaban, Sindulfo se giró para echar un rápido vistazo a la sala. Un cuarteto de cuerda, parejas bailando al compás, grupos de gente charlando, muchachas esperando a tener su ocasión en el próximo baile… y una casa en medio de la sala.
En un segundo vistazo, se dio cuenta de que muchos de los varones iban vestidos de uniforme. ¿Militar? No. ¿De la marina? Sí. ¿Era la tripulación de un crucero? ¡Era la tripulación del barco que había visto cuando el kraken lo atacó!
Un escalofrío lo invadió. ¿Acaso seguía soñando todavía? Porque pensaba que aquello había sido una alucinación. No podía ser cierto.
—Disculpe, caballero. —El camarero lo sacó de sus reflexiones, con la pequeña copa tendida en alto.
—Sí… Sí, claro… —susurró él, vertiéndosela de un golpe por el gaznate.
—¿Se encuentra usted bien?
—Aun no. Si me da otra, supongo que sí.
—Ahora mismo, señor.
El camarero no paraba de mirarlo mientras le servía el segundo jerez. Se había puesto pálido y parece a punto de desmayarse. Como si hubiese visto algo impactante.
—Señor, ¿de verdad que está bien? —repitió el camarero—. Quizá le convendría salir a que le dé un
rato el aire. La brisa del mar le serviría de reconstituyente mejor que el jerez.
—¿La brisa del mar? Sí, claro —respondió, recordando haber visto a la gente pasear por cubierta, a pesar de estar en el fondo del mar—. Salir fuera me ayudará a entender mejor todo esto —dijo, más para sí que para el camarero—. ¿Por dónde está la salida?
—Por allí. —El camarero señaló discretamente a la más cercana, dejando el jerez sobre la mesa—. Si necesita alguien que le acompañe…
—No, gracias —terminó Sindulfo, tomando la copa de la mesa—. El jerez será suficiente compañía.
Sin decir más, y con la copa en la mano, Sindulfo salió discretamente por una puerta lateral. Al cruzarla, como si hubiese atravesado un campo invisible, sintió la brisa marina en la cara, como si realmente estuviese navegando en mar abierto. Se paró unos instantes a contemplar el quicio de la puerta, pero no vio nada que llamase su atención. Decidió echarse a andar por cubierta, caminando entre las parejas que habían decidido salir a pasear juntas, y los tripulantes que iban y venían haciendo sus trabajos aquí y allá.
Caminó hacia la proa, sintiendo que se hacía cuesta arriba, como si el barco estuviese picado, y se encontró con la zona de exclusión a la que no se permitía pasar al pasaje; solo la tripulación podía pasar al otro lado. Mirando hacia atrás, asegurándose de que no había nadie cerca, decidió cruzar al otro lado para acercarse a la amura de babor.
Pero al asomarse no vio nada extraño. Por más que sacaba la cabeza hacia fuera, todo el océano que los rodeaba quedaba fuera, como si estuviese lejos. Como si estuviesen en una burbuja que nunca fuese a romperse.
De repente, como traía por el viento, comenzó a sentir una vocecilla infantil tarareando una vieja canción. La voz iba cobrando fuerza a medida que se acercaba. A su espalda, una niña de largo cabello rubio mecido por la brisa y un vestido de fiesta blanco los miraba fijamente a él y a su copa de jerez, con una sonrisa plantada en la cara y bisbiseando una vieja canción.Había una vez un barquito chiquititoQue no sabía navegar.Los tripulantes decidieron
comerse a un marinero. —¿Quién eres? ¿De dónde has salido? Y eligieron al grumetepor ser el más regordete. —¡Oye! ¡Espera un momento!
La niña se dio la vuelta para desaparecer, cantando en voz alta y saltando alegremente mientras caminaba, como solo los niños saben hacer. Y eligieron al grumetepor ser el más regordete.Y lo sirvieron en cubiertacon salsa blanca y al jerez Antes de que Sindulfo tuviese tiempo de abandonar la zona de exclusión de proa, ya la niña había desaparecido por uno de los pasillos en dirección a la sala de baile. No merecía la pena seguirla.
Lanzó lejos la copa de jerez, hacia el océano, pero la perdió de vista en el vacío, como se pierde de vista un mosquito que vuela por la habitación. En un segundo está ahí, claramente visible, y al siguiente se pierde contra el fondo, como si nunca hubiese estado. Y lo sirvieron en cubierta
con salsa blanca y al jerez.
Sindulfo se dio la vuelta, aterrado. La voz que acababa de oír dentro de su cabeza no era la misma de antes, no era la de la niña. Miró en todas direcciones, siguiendo la dirección de la risa que lo rodeaba hasta que, al fin, dio con la figura que reía y repetía aquella desagradable tonadilla.
Más allá de la amura, permanecía de pie, con la melena al viento y la misma sonrisa con la que se había criado hasta cumplir los quince años, la última vez que la vio: Clara.
—¡Clara! —gritó—. ¡Clara!
Pero ella no hacía más que reír, saludándolo con una copa de jerez en la mano.
—¡Clara! ¿No me reconoces?
Al echarse a andar hacia ella, Clara arrojó la copa por la borda igual que él lo había hecho poco antes y desapareció tras una puerta abierta. Sindulfo corrió hacia ella, creyendo que se habría escondido en uno de los pañoles de la nave. Pero al llegar a la puerta, solo vio ante sí una empinada y grasienta escalera de metal que se internaba en la oscuridad, hacia las cubiertas inferiores.
Armándose de valor, pensando solo en Clara, se ajustó la guerrera y la gorra y se lanzó hacia la nada.Caminando durante varios minutos en la oscuridad, bajando, siempre bajando en línea recta, se guio solo por el sonido. La risa y las canciones de Clara resonaban en el vacío sobre los ruidos de las calderas y los mamparos de la nave.
De vez en cuando, los sonidos de las tuberías de agua interna o del humo de las chimeneas, subiendo a gran velocidad para liberar la presión de las calderas, lo sobresaltaba. Pero la voz de Clara resonaba en su cabeza por encima de todos aquellos ruidos. Era lo único que lo guiaba.
De repente, el abismo se abrió bajo sus pies, provocando que cayese sin remedio hacia la nada. Casi agradeció golpearse de narices contra el duro suelo metálico en lugar de haber desaparecido en la nada. El último peldaño de la escalera había desaparecido y se le había abierto una brecha en la ceja. Se llevó una mano al bolsillo para sacarse un pañuelo y se lo colocó sobre la herida para intentar cerrarla.Se levantó palpando en la pared, todavía mareado por el golpe, y echó a andar sin darse cuenta de que aquella herida no tenía ningún sentido.
Caminó durante varios minutos, hasta que Clara apareció de nuevo en la oscuridad, en una bifurcación del camino, para hacerle dirigirse hacia la izquierda. Sindulfo corrió tras ella sin apartar el pañuelo de la ceja, siguiendo el pasillo por el que ella se había marchado. Pero se paró en seco al ver que, a pesar de encontrarse en un profundo pasillo iluminando hasta el final por luces de guía, Clara no estaba en él.
Caminó durante varios minutos, sin saber hacia dónde iba, hasta dar con una puerta entornada. A través de ella, la luz era mucho más fuerte que en todo el pasillo.
Con la mano manchada de sangre de la ceja, empujó la gruesa puerta de metal lo justo para poder pasar al otro lado.
Y allí, frente a sí, se encontró con el Anacronópete. Estaba en el centro de una sala vacía, similar a una bodega, sin nada más a su alrededor. Pero ¿cómo podía estar aquí, si él lo había dejado arriba? Y lo que era peor: ¡todas sus luces estaban encendidas! ¡Y todas sus puertas y ventanas habían sido abiertas, como si alguien intentase liberarlas de su espíritu!
Un hombre apareció de la nada vestido con un elegante traje de fiesta, con chaqué, sombrero y bastón.
—Hola, Sindulfo.
—¿Quién es usted? ¿Qué es todo esto? El Anacr… ¡esa casa es mía!
—Jajaja… Qué absurdo suenas, ¿verdad? —rio el hombre—. Puedes llamarla por su nombre, no pasa nada: el Anacronópete.
—¿Cómo sabe su nombre?
—Vamos, Sindulfo, vamos… Haz un esfuerzo. El golpe en la cabeza no pudo ser tan grave, ¿verdad? Aunque, uy, debe de doler volver a sangrar después de tanto tiempo. ¿Cómo se siente volver a ser humano? Es algo que siempre nos fascinó y que siempre quisimos experimentar.
Sindulfo se miró el pañuelo y las manos llenos de sangre, asustado. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? El fluido García no estaba funcionando. ¡Era vulnerable de nuevo!
—¿Quién es usted? ¿Y por qué me ha robado el Anacronópete?
El hombre suspiró, mirando al suelo mientras avanzaba, apoyándose en su bastón para pensar. Parecía que estuviese ideando una respuesta o tratando de recordar lo que había olvidado.
—Quién soy, eh. Quién soy. Buena pregunta. Sería mejor preguntar quiénes somos… Aunque, pensándolo bien, quizá eso te confunda aun más. No, mejor no. Pero si te puedo responder a tu otra pregunta, esa insolencia intolerable —respondió, señalándole desde lejos con la punta del bastón—. Quiero que sepas que yo no le he robado su casa a nadie. Tú las has metido en la nuestra. Estamos en nuestro derecho a hacer con ella lo que nos plazca.
—¿Se refiere a este buque?
—¿Este buq…? Jajaja… Tendrás que hacerlo mejor, Sindulfo. Te creía más capaz. Si estamos aquí… en el fondo del océano Atlántico, por si te preguntabas dónde estamos; es porque tú nos llamaste. Tus hazañas llamaron poderosamente nuestra atención. Así que este buque no es más que una mota de polvo o, mejor dicho, una gota de agua en el inmenso océano. Es zona de paso. Solo nos pasamos por tu Tierra, para venir a verte a ti.
—¿Por eso se descontroló el Anacronópete?
—Vamos mejorando…
—¿Por eso hay un salto temporal que me impide volver con los Zaragos?
—¡Ese es el Sindulfo que venimos buscando! ¡Exacto, socio!
—Pero se equivoca en algo, caballero —continuó Sindulfo, cuadrándose—. Yo no les llamé. ¿Por qué me están buscando?
—¿Te cuento el chiste?
—¿Se puede saber de que qué habla?
—Sindulfo, te vas a volver aburrido otra vez, ahora que estabas despertando. Érase una vez un viajero en el tiempo…
—¿Es usted un alienado? ¿Se puede saber de qué habla?
—No me interrumpas, socio. —El hombre amenazó a Sindulfo señalándolo de nuevo con el bastón.
El gesto que unos minutos antes parecía normal, ahora hizo que Sindulfo prestase atención—. Érase una vez un viajero en el tiempo que presumía de ser el primero de su clase. —El hombre comenzó a dar vueltas alrededor de Sindulfo, cuadrado como un soldado, como si pasease alrededor de una fuente de cristalina agua—. Creía que nunca había habido ninguno antes —colocándose frente a Sindulfo, el hombre comenzó a reír a carcajadas.
—No veo qué tiene eso de gracioso.
Sindulfo sopesó la idea de arrancarle el bastón de las manos y partírselo en la chepa que la salía al doblarse de la risa.
—No, claro que no, socio. Los chistes nunca hacen gracia al objeto de la risa. Lo comprendo. Y sobre todo si no lo entiendes. Pero cuando te lo explique te partirás de risa. Verás, la cosa es que te creías que no había habido ninguno antes. Pero si todos viajan al pasado con sus maquinitas, ¿quién será el primero? Jajaja.
—Sigo sin verle la gracia.
—Porque aun no lo entiendes. Pero todos los chistes que de verdad tienen gracia arrancan una risa una vez se explican. Y te aseguro una cosa: —El hombre se cuadró ante Sindulfo, encarándose, apretando con fuerza el puño sobre el bastón, en un perfecto equilibrio sobre el suelo—. Te lo vamos a explicar, cueste el tiempo que nos cueste. Y tendrás que reconocer que es demasiado para nosotros. Al fin y al cabo, somos los amos del tiempo. —Levantó el puño del bastón y dejó la palma sobre él, a varios centímetros de distancia, sin que este cayese al suelo—. Somos los amos del tiempo.Cuando el bastón comenzó a caer despacio, como a cámara lenta, hacia un lado, el hombre colocó la mano para recogerlo. Pero a media caída, el bastón cambió de velocidad y terminó por caer a velocidad normal. Y sin el más mínimo temor a su oponente, le dio la espalda para irse caminando en dirección al Anacronópete.
—No debió meter el Anacronópete en esto.
—Jajaja… Lo dices por lo que les pasó a aquellos salvajes de tu futuro, ¿verdad? Pobres. Jugar con veneno contra la sangre de un viajero del tiempo, con flechas contra el fluido García y con puñetazos contra el capitán de Caballería don Sindulfo García. Jajaja… ¿Cómo iban a saber ellos que estaban siendo drenados en el tiempo? Y yo —añadió, apretándose el pecho fingiendo rostro triste—, ¿cómo iba a saber yo que cuando te atraía aquí llevabas inquilinos sin rociar con el fluido en tu casa? Esa imprudencia no me parece propia de ti. ¿Cómo iba yo a saber que habías tenido un descuido semejante?
—Ni tampoco a Clara —le cortó Sindulfo, enfadado—. Jamás debió meter a Clara en esto.
—Nosotros no las metimos en esto, Sindulfo. Ni a tu querida Ana ni a tu amada Clara. Tú te las apañaste para hacerlas recorrer todo el tiempo de tu Tierra. Tendrás que vivir con ello igual que tendrás que vivir con la muerte de todos esos salvajes... y de Shai-ha.
Encolerizado, Sindulfo echó a correr con toda su ira guardada en el puño cerrado y el brazo en alto, dispuesto a descargárselo en la espalda. Pero de repente el hombre se giró para alzar la punta de bastón de nuevo y dejarlo golpearse solo contra su garganta. Sindulfo se giró en seco, un segundo antes de que este le golpease.
—No me vengas ahora con esas. Tú y yo sabemos que no tardarás nada en involucrar a Clara en esto. Solo necesitas una excusa, por mínima que sea.
En un movimiento magistral, Sindulfo movió los brazos alrededor del bastón de su oponente, como había aprendido a hacer con las espadas en las campañas de las guerras carlistas, para sacársela de encima sin apenas tocar el filo y volverlas contra su oponente. Pero antes de que pudiese lograrlo, se quedó paralizado. Solo podía moverse a cámara lenta. Y antes de que hubiese podido terminar su movimiento ya el bastón y su oponente se habían librado de él.
—No vuelvas a hacer eso, socio; nunca más.
—Lo haré si vuelve a llamarme socio. Yo no soy su…
—Sindulfo, Sindulfo… Veo que esto nos llevará más tiempo del que habíamos imaginado. ¿Sigues pensando como un simple viajero? ¿Cuándo te vas a dar cuenta de que eres el maquinista? ¡Toma las riendas del tiempo de una vez y deja de verlo como una estúpida línea! Solo porque aun no seamos socios ya das por hecho que no lo somos. Adelante y atrás. Adelante y atrás. Siempre lo mismo.
—Nunca lo seremos.
—No puedes cambiar lo que ya ha pasado.
—¡No ha pasado! ¡Jamás me uniré a usted!
El hombre se inclinó sobre Sindulfo de nuevo, desafiante, y le susurró al oído:
—Sí ha pasado —moviendo la cabeza de un lado a otro, fingiendo estar desesperado—. Y no has tardado ni esto en involucrar a Clara —repitió, chasqueando los dedos.
—Jamás.
—No discutas de tiempo con un amo del tiempo, socio. Solo necesitas una excusa. Solo necesitas que te diga que te dimos la oportunidad de volver con ella para siempre.
—¿Para siempre? —Sindulfo no pudo evitar que la voz se le escapase en alto.
—Dicho por un amo del tiempo, no por un mortal humano.
Sindulfo comenzó a temblar, fingiendo firmeza, cuadrándose de nuevo.
—Yo lo sé. Y tú lo sabes —susurró Clara a su espalda.
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