El analista
«Recuerdo que estábamos en el parque, ocultos entre las oscuras ruinas de algún edificio olvidado y custodiado por dos gárgolas de piedra tallada. Entre aquellas penumbras y susurros, Laura, me confesaba cuanto me amaba y lo mucho que me deseaba. Yo comprendí entonces, que la felicidad existe. Comprendí, que la necesitaba.»
El paciente dijo esto último con una sentida melancolía y dejó que la frase se disuelva en el aire. El psicoanalista, sin embargo, permaneció en un silencio absoluto, solo se oía el ocasional rasgar de la pluma contra el papel. Él conocía la importancia de los silencios. Sabía bien que éstos solían contar aún más que el relato mismo y entonces, esperó. Había en aquel paciente, un silencio mucho más profundo y más doloroso que aún no lograba identificar con claridad. Un buen observador podría descubrirlo en el leve temblor de la voz o en el de sus manos. Y en ocasiones, podía descubrirlo oculto atrás de su mirada. El psicoanalista, conocía muy bien las ruinas en las que Laura y su paciente se ocultaron, sabía también, que jamás hubo allí dos gárgolas de piedra tallada.
Cuénteme de ese momento, dijo el analista, cuénteme sobre el lugar y todo lo que recuerde al respecto. ¿A caso tenían nombre las gárgolas? ¿De qué se ocultaban usted y Laura? ¿Que paso con Laura aquella noche? El analista volvió a esperar un tiempo prudente pero esta vez no obtuvo respuesta alguna. El paciente levantó la mirada, le dedicó una sonrisa, no del todo falsa, y le dijo: «me parece que por hoy hemos terminado doctor.» El psicoanalista asintió con resignación, se incorporó y se dirigió a la puerta, extrajo sus llaves y sin dejar de mirar a su paciente hizo con ellas tres pequeños golpecitos sobre la puerta que sonaron agudos y tonantes. Al cabo de unos segundos apareció el guardia carcelario y abrió la reja.