Revista Literatura
Lo recuerdo perfectamente, como si hubiera sucedido esta misma mañana. Yo creía que se trataba de una estrella del rock, de un célebre actor de cine, de una figura de toreo tal vez, pero no, el que entraba en la facultad era Rodrigo Rato. Cientos de jóvenes se arremolinaban a su alrededor, tratando de tocarlo, apenas un roce, como a ese mesías que nos conducirá al paraíso. Muchos de los chicos se esforzaban en vestir como Rato, modelo en todo; algunas chicas sonreían emocionadas, “es muy atractivo”, decían. Lo escuché, sí, lo decían. Muchos de esos chicos, años antes, o puede que fueran sus hermanos mayores, se arremolinaban alrededor de Mario Conde, que durante años fue el ‘hombre’, el sueño de carne y hueso, la aspiración de tantos. Cuando José María Aznar, en ese alarde suyo de democracia interna, tuvo que elegir a su sucesor, muchos no entendieron su decisión. El dedo que todo lo podía, el dedo que nos abrió las puertas de la guerra, señaló hacia Mariano Rajoy, ese apóstol irónico y despistado que cotizaba a la baja en las casas de apuestas. Siguiendo esa vieja y envenenada estrategia política, la patada para arriba llevó a Rato hasta el FMI, un supuesto puesto de responsabilidad internacional. Había que expulsar al gallo del que tendría que haber sido su corral, nadie podía hacer sombra al elegido. Durante años, Rato fue el gran ausente añorado, el único capaz de recomponer las piezas y devolver el poder a los populares. Como una espada de Damocles, se balanceó, pendenciero y amenazante, sobre la cabeza de Mariano, que solo pudo abrir las puertas de la Moncloa cuando esta maldita crisis lo barrió todo, y a Zapatero en primer lugar. Regresó Rodrigo Rato a España cuando la pelea ya había concluido, cuando su dorsal de gallo de pelea se perdió en las urnas. Y quisieron que fuera la bandera de esa España de bonanza y prosperidad que nadie se cree, y que los frigoríficos y las alacenas maldicen desde su realismo trágico. Lo recordamos repicando la campana, cuando Bankia era la gran caja entre las cajas y bancos, porque él era el único capaz de obrar el milagro, y hasta de devorar al todopoderoso Botín si se ponía por delante. Seguía siendo el reputado economista, el infalible estadista, a pesar de que no fue capaz de adelantarnos ni el primer suspiro de ese huracán, que nos han vendido como crisis, y que lo ha arrasado casi todo. Pero el milagro de Bankia se convirtió en la gran pesadilla, y a dúo con Barcenas nos contaron y cantaron este tango terrible y macabro... sigue leyendo en El Día de Córdoba