(JCR)
El año pasado se convirtió en una celebridad mundial que recibió prestigiosos premios, pero ella sigue desplazándose en bicicleta. Había oído y leído maravillas de la hermana Angélique Namaika, pero quería verla en persona y no me resultó una tarea fácil. En octubre del año pasado conseguí hacerle una entrevista telefónica, y en una ocasión que vino a Madrid yo me encontraba fuera de España. Por fin, durante esta última semana, pude verla en el lugar donde trabaja: Dungu, uno de los rincones más remotos de la República Democrática del Congo, y epicentro de los ataques del cruel Ejército de Resistencia del Señor (LRA) desde hace nueve años.
Hablar de Dungu es hablar de miedo, desplazados y desesperación. En 2008, el LRA mató a cerca de 900 personas en una serie de ataques el día de Navidad y las jornadas sucesivas en localidades cercanas a este centro del distrito del Alto Uelé, en la Provincia Oriental. Un año después, también en Navidad, los temidos rebeldes del LRA volvieron a matar a varios cientos de personas en la misma zona, y esa vez llegaron a Dungu. Una de las hermanas de la comunidad Agustina de sor Angélique resultó muerta en la incursión y ella misma se convirtió en desplazada. El año pasado parecía que el LRA había casi desaparecido del Congo, al encontrarse casi todos sus miembros en la vecina República Centroafricana, pero este año en abril han vuelto, y las cifras de desplazados internos que habían caído de cerca de medio millón a apenas 100.000 (que aún así sigue siguen un número respetable) hay vuelto a aumentar. Sólo sus familiares y amigos se ocupan de alimentarlos y procurarles algún terreno para que puedan cultivar, porque en Dungu aparte de la Cruz Roja Internacional ya no quedan hoy organismos de ayuda humanitaria. Las mujeres que fueron secuestradas por el LRA y obligadas a ser sus esclavas sexuales, al volver a sus lugares de origen -a menudo con bebés que han dado a luz a la selva- sufren el estigma de ser señaladas como "las mujeres de Kony". A ellas se dedica la hermana Angélique.
La hermana Angelique apenas puede ayudar a unos pocos de cientos de mujeres víctimas del LRA, pero su labor ha tenido un eco mundial que el año pasado mereció que le concedieran el Premio Nansen que otorga el ACNUR a personas o instituciones que se han distinguido por ayudar a los refugiados. La encontré en dos ocasiones durante la semana que acabo de pasar en Dungu y la mejor definición de ella me la dio mi compañero –no creyente- con quien acudí a verla: “Esta mujer desprende una energía que es de verdadera santidad”. Cuando uno la ve por primera vez, parece muy poca cosa, una mujer africana de pueblo acostumbrada a vivir en lugares olvidados que apenas habla y que se siente a gusto sentándose al lado de otras mujeres para escucharlas. Pero cuando uno empieza a preguntarla por lo que hace y por los problemas de las mujeres a las que atiende, se le encienden los ojos y comunica sin estridencias y con una gran convicción, transmitiendo la felicidad que siente al dedicarse a las víctimas del LRA y otras mujeres vulnerables.
En uno de los arrabales de Dungu, la hermana Angélique ha puesto en marcha una panadería a la que acuden cada día numerosas mujeres –algunas de ellas de poblados a 45 kilómetros de distancia- para aprovisionarse de pan que venden después en sus lugares de origen para sacar un beneficio con el que sostener a sus hijos. Al lado, en una gran tienda de campaña, otro grupito de mujeres sigue un curso de alfabetización y en el mismo recinto varios hombres levantan una casa que servirá de aula para acoger a las mujeres que reciben clases de costura con máquinas de coser. No acaban aquí las actividades del CRAD (Centro de Rehabilitación y Ayuda al Desarrollo), como se conoce oficialmente el nombre de esta iniciativa. En una casa situada a pocos metros varias mujeres jóvenes se ocupan de 15 niños huérfanos, y enfrente se alza un edificio recién terminado que en octubre comenzará a funcionar como dispensario para ayudar a mujeres vulnerables. El centro de salud se ha financiado con el dinero que la hermana Angélique recibió en febrero de este año cuando recibió en Madrid el Premio Mundo Negro a la Fraternidad que todos los años otorgan los misioneros combonianos de España.
Una de las lecciones que aprendo cada vez que visito un lugar donde la gente es víctima de agresiones de grupos armados es que en medio de la desesperación más absoluta uno siempre encontrará personas que hacen el papel de ángeles guardianes para consolar, aliviar el dolor y repartir energía a manos llenas. En Dungu he tenido la suerte de encontrar a varias de ellas, entre las que destaca, por su “energía que irradia santidad”, una monja sencilla que es la bondad personificada y que se llama Angélique Namaika.