Advertencia: Esta historia contiene situaciones violentas que pueden resultar ofensivas para algunas personas. Se recomienda discreción.
Minerva estaba enamorada, podría decirse que demasiado. Nunca se debe olvidar que el amor es ciego, tal vez por eso la chica no podía ver lo que todos si notaban: su esposo Santiago era un patán.
El joven la engañaba con una mujer distinta todas las semanas. Al principio, la chica reclamaba; incluso intentó abandonarlo, pero esa fue la primera vez que Minerva pudo verlo realmente. Ya no veía al hombre seguro y atractivo del que se había enamorado, lo que veía frente a ella era un demonio, un monstruo que disfrutaba ese círculo vicioso de hacerla enojar para que ella se defendiera y así tener un excusa para golpearla una y otra vez.
La primera ocasión fue solo un golpe, las siguientes veces se fueron convirtiendo en golpizas que la dejaban sin poder caminar. Lo que más odiaba la mujer, era cuando él la hacía levantar del suelo y la obligaba a mirarlo a los ojos. ¡Mírame a los ojos! – le decía – ¡Te golpearé hasta que me mires como si me amaras!
Pasaba semanas encerrada por mandato de su marido, pues el hombre no deseaba que nadie la viera y decidiera “meterse en asuntos de marido y mujer”.
Minerva había llegado al final. Ella no sería una mujer maltratada, pero sabía que mientras él viviera, ella no podría liberarse. No tenía familiares cercanos y había perdido a todos sus amigos, ella misma tendría que encargarse del asunto.
Santiago llegó a casa una noche lluviosa y descubrió que su comida favorita lo esperaba en la mesa. Contento por el platillo, el hombre lo devoró con gran felicidad, pero luego de algunos minutos comenzó a sentirse mareado. De pronto, se desplomó sobre el suelo.
El rostro de Minerva había cambiado. Su temor se había convertido en una liberación de furia reprimida. Desde el suelo, Santiago se atrevió a amenazarla, diciéndole que pagaría por lo que había hecho; que al final de todo, tendría que mirarlo a los ojos como la perra asustada que siempre había sido.
Esa fue la gota que derramó el vaso. El plan original de la mujer era tan solo clavarle un cuchillo, pero la ira se había apoderado de ella, así que saltó sobre él con fuerza descomunal y, con una velocidad increíble, le clavó la punta del cuchillo en el ojo izquierdo. Un grito estruendoso estremeció el maltratado hogar, el hombre se tomaba la cuenca sangrante con ambas manos y la mujer repitió la acción violenta sobre el ojo desprotegido. Los gritos se multiplicaron.
Santiago se retorcía de dolor mientras su sangre redecoraba el suelo previamente teñido de lágrimas de mujer. En medio de su agonía vociferó toda clase de insultos. Minerva seguía enardecida, así que saltó sobre él para terminar su misión, no sin antes lanzar una maldición, una que fue enviada desde lo más profundo de su corazón roto y que tenía la fuerza de mil maleficios antiguos.
Algunos días después, los vecinos denunciaron un olor nauseabundo que provenía de la casa. La policía hizo acto de presencia y encontró un cuerpo mutilado, golpeado y descompuesto.
Según indican los forenses, la víctima tenía los ojos abiertos, como si mirara fijamente algo aterrador, algo que haría que el más valiente huyera despavorido. Sus músculos estaban tensos y había una alarmante expresión de sorpresa en su rostro. Al lado del cadáver de la mujer, hallaron un par de ojos que asombrosamente se encontraban bastante frescos, incluso como si no tuviesen demasiado tiempo de haber sido desprendidos. Según indicaron, el ADN era de Santiago, pero nunca pudieron encontrar su cuerpo.
La policía siguió buscando e investigando por varios días sin obtener ninguna pista; lo que si se supo, es que varias mujeres denunciaron haber escuchado gritos en las afueras de sus casas. Algunas incluso dijeron haber visto a un hombre deambulando en la oscuridad, tropezando por las paredes y gritando con furia infernal:
¡Mírame a los ojos!