Revista Cultura y Ocio
Aterricé en Lanzarote a principios de julio en busca de esa energía que suelen transmitir los territorios volcánicos. Mi pareja había visitado la isla un par de meses antes, justo después de perder a su padre, a quien estaba muy unida, y había encontrado allí la fuerza necesaria para superar el trance y seguir caminando por los escabrosos y en ocasiones empinados senderos de la vida. Tras referirme las maravillosas propiedades que contenía esa tierra de fuego, no encontró dificultad alguna en convencerme para elegirla como destino vacacional. Nada más llegar, alquilamos un coche con el que recorrimos la isla de norte a sur y de este a oeste varias veces hasta que, una semana más tarde, entregamos las llaves en el aeropuerto. Los últimos días, ya sin el vehículo, los dedicamos a descansar, a dorarnos bajo el sol en la playa, a nadar en agua salada y a leer bajo una sombrilla. Esas cosas. No obstante, un día antes de retornar a la península, tomamos un autobús que nos llevó al municipio de Tías, localidad donde vivió el premio Nobel de literatura José Saramago desde 1992 hasta su fallecimiento en 2010. Su casa, A casa, ahora convertida en sucursal de la Fundación José Saramago de Lisboa, permanece abierta al público seis días a la semana. Sin embargo, y a pesar de la trascendencia del escritor portugués, apenas recibe visitas; la masa turística prefiere atrincherarse en la playa o parapetarse tras la barra libre de los hoteles de todo incluido.
Aquella semana dediqué parte de mi tiempo a releer una obra de Enrique Vila-Matas que tenía olvidada y en la que, fiel a su estilo, el escritor barcelonés habla de autores, de libros, de personajes de ficción y también de sus vivencias como escritor en París. No recuerdo si aquella mañana, antes de dirigirme hacia A Casa, había leído a Vila-Matas o no, el caso es que nada más entrar en la morada de Saramago y comenzar la visita guiada sucedió algo difícil de explicar; digamos que, como acechado por el mal de Montano, enfermé de literatura. Recién entramos al hall, de repente, y sin motivo físico manifiesto, comencé a tener serias dificultades respiratorias; me costaba respirar, me asfixiaba fruto de un acuciante desasosiego que parecía deberse a la emoción, a una turbación producida por la casa en sí misma, por la energía concentrada entre sus paredes. Sufría, era consciente de ello, una especie de síndrome de Stendhal, una sensación psicosomática cercana al vértigo que llegó a asustarme. Suelo ser, por lo general, una persona que controla sus emociones, especialmente en público, y que no se conmueve con facilidad, pero en esta ocasión no pude dominar la fuerza de una inquietud que provenía del ambiente literario que estaba respirando. Para colmo de males, las sensaciones que me abordaban, lejos de disminuir, aumentaron notablemente cuando entramos en el estudio de José, que estaba tal y como él lo dejó el último día de su vida. La estancia se había convertido en una suerte de campo electromagnético donde operaban fuerzas desconocidas, fuerzas primitivas tal vez provenientes de la formación de la Pangea, fuerzas inexplicables que me ponían el vello de punta y que, creo, todos los visitantes pudieron sentir de una u otra manera. Quizá haya una explicación científica a todo esto, no lo sé; Lanzarote es una isla volcánica en cuyas profundidades se dan temperaturas elevadísimas, en cualquier caso, mi misión es hacer literatura, no ciencia, y toda esta carga mística de la que hablo contribuye a mi labor. Pero dejemos las bizarrías para los seguidores de Poe y prosigamos con la visita, porque después de inspeccionar el estudio; contemplar las fotos colgadas en sus paredes, escrutar los libros y películas que llenaban las estanterías y leer un pequeño fragmento de un libro de José, nos dirigimos al salón. En él había varios cuadros al óleo, pero la guía nos pidió que centráramos nuestra atención en un grabado del artista Bartolomeu dos Santos que representaba el comienzo del libro de Saramago El año de la muerte de Ricardo Reis. En él aparecía la silueta de Fernando Pessoa sobre un fondo con embarcaciones que representaba el río Tajo. Ricardo Reis, por si alguien no lo sabe, es uno de los heterónimos del gran escritor portugués. La guía nos explicó que esa obra de Saramago a la que hacía referencia el cuadro narra los últimos días, los últimos nueve meses, de la vida de Ricardo Reis, en los que el heterónimo dialoga con el espíritu de Fernando Pessoa, pues Saramago creía que del mismo modo que un hombre tarda nueve meses en venir al mundo, emplea otros nueve en abandonarlo. Fue en ese momento cuando mi pareja y yo nos miramos con los ojos vidriosos y nos hablamos sin articular ni una palabra, sin esbozar ni una mueca, ni siquiera un arqueo de cejas o un desliz de la comisura de los labios. Se trataba de un lenguaje interno que sólo nosotros conocíamos y que funcionaba de manera similar a la telepatía; su padre había tardado nueve meses en morir, nueve meses de quimioterapia, sufrimiento y falsas esperanzas durante los cuales leyó infinidad de libros que, de alguna manera, le sirvieron para preparar su alma al modo que Saramago refería en su obra que lo había hecho Ricardo Reis. En ese momento, ya al borde de las lágrimas, me asaltaron infinidad de cuestiones; dudas existenciales que me condujeron a preguntarme cómo era posible tanta emoción si, después de todo, Saramago era un autor al que nunca había leído, que no me atraía especialmente y que tampoco tenía intención de descubrir a corto plazo, aunque bien es cierto que me resultaba muy atractivo como personaje público, pues me parecía un tipo entrañable y sabio que me recordaba mucho a mi padre. En esos instantes de ardor creativo, me entraron ganas de abandonar la casa inmediatamente e irme a mi apartamento a escribir, a escribir este texto. Pero hubiera quedado incompleto. Explico por qué:
Una semana después de nuestro viaje a Lanzarote, y previo paso por mi tierra natal, acudí con mi madre y mi hermano a Oporto aprovechando mis últimos días de vacaciones. El hotel donde nos alojamos estaba junto a la Torre de los Clérigos, uno de los faros de la ciudad, y por lo tanto muy cerca Lello e Irmão, una monumental, majestuosa y espectacular librería donde incluso se han llegado a rodar varias películas, entre ellas algunas de la saga de Harry Potter. La librería, además de tener mucha solera, embrujo y unas altísimas estanterías, está estructurada en torno a una magnífica y muy barroca escalera central que le aporta encanto y que sirve para acceder al piso superior. En uno de los laterales de éste, el que da a la fachada principal, descansando sobre el ventanal, se encuentra enmarcado un artículo de Enrique Vila-Matas, publicado hace años en la edición catalana de El País, que los dueños han ampliado hasta convertir en un afiche y donde el autor de París no se acaba nunca hace una crónica de la ciudad de Oporto en la que habla de sus peculiaridades, de su esencia decadente, de sus cafés y, por supuesto, de la librería Illao e Irmão, a la que tilda de librería más bella del mundo. Cuenta también Vila-Matas en su artículo que en Oporto se pueden encontrar tiendas especializadas en cosas muy bizarras, como una que sólo vende trampas para ratones, y relata que al visitarla descubrió que el dependiente se parecía sorprendentemente a José Saramago. Pues bien, resulta que mientras estaba leyendo este párrafo mi memoria me retrotrajo a la casa de José Saramago en Lanzarote, ese lugar fascinante, y pensé que quizá sería buena idea encontrar la tienda especializada en trampas para ratones para, de este modo, encontrar de paso a José Saramago, al menos su cuerpo, y cerrar el círculo de este texto, pues si había un escritor capaz de llevar a cabo manipulaciones espaciotemporales, ése era Saramago. Así que salí a la calle con determinación, conecté mi smartphone al wi-fi público que el ayuntamiento de Oporto tiene a bien ofrecer en algunas plazas de la ciudad y tecleé en Google lo siguiente: “tienda trampas ratones Oporto”. Obtuve varios resultados, pero ninguno me dio la dirección exacta del sitio. Más tarde pregunté por el local a varios viandantes, al personal del hotel e incluso al dependiente de una tienda de palos de escoba, pero nadie supo indicarme dónde localizarlo. Entonces, y tras mucho pensar, llegué a la conclusión de que el local estaba cerrado desde el año 2010, el año de la muerte de José Saramago, ya que aquella persona que Vila-Matas citaba en su artículo no era alguien con un sorprendente parecido al premio Nobel, sino el mismísimo premio Nobel, un hombre capaz de hacerse sentir aun sin estar presente, un hombre capaz de habitar su casa aun después de muerto, un autor capaz de provocar que ames su obra aunque no la hayas leído jamás.
Mario Crespo. Publicado en Zafarranchos Merulanos el 29/09/2013