Hace aproximadamente cinco años, el tenista mallorquín Rafael Nadal, que había sido campeón en 2009, acababa de perder por primera vez una final del Open de Australia contra el serbio Novak Djokovic, en lo que fue considerado como uno de los mejores partidos de todos los tiempos.
Pocas semanas después de su derrota, el tenista de Manacor vino a la isla para un acto de promoción publicitaria con la empresa en la que trabajo y se alojó en la villa que tiene Julio Iglesias en la zona costera de Punta Cana, siendo yo la persona encargada de acompañarlo a él y a su séquito desde la casa del cantante hasta el lugar en el que tendría lugar el acto publicitario. Dos horas largas de carretera con el astro junto al que todo el mundo quería fotografiarse.
No acostumbro a hablar de mi trabajo. No me gusta vincular mi faceta profesional, ni la imagen de la empresa a la que represento, con mis ideas personales ni con mis escritos o posicionamientos políticos, pues son dos ámbitos de mi vida totalmente diferentes, pero aquel inicio de año de 2012 fue especial porque sentí el peso y el orgullo de ser el escogido para representar a la corporación ante la figura de Rafael Nadal.
Recuerdo que justo la noche antes de que tuviera que hacerles de guía, me lo encontré de casualidad cenando en un restaurante de la zona con un grupo de amigos. La gente del restaurante, los clientes, y todo alma que pasaba por allí, se levantaba y se acercaba a interrumpirlo continuamente. Nadal no dejó de sonreír y de tomarse fotos con todos los que hasta él se acercaron aquella noche. Mientras, sentado a pocas mesas de distancia, yo observaba la situación con cierta sorpresa, pues si hubiera sido mi menda a quien hubieran interrumpido de aquella forma, creo que habría sacado la raqueta (que seguro que lleva siempre una encima a pesar de que no se la vi) y hubiera comenzado a repartir drives y reveses entre los asistentes como si me hubiera encontrado en una final de gran Slam. Sin embargo él no lo hizo, aguantó estoicamente y cuando llegó el momento de marchar se fue entre gritos de “Rafa, Rafa”.
A la mañana siguiente llegué pronto a la villa de Julio Iglesias a bordo de un pequeño autocar con espacio para los pasajeros y sus pertenencias, pues me habían avisado que después del acto se marcharían directamente a Miami a jugar en Key Biscane. De camino a la villa albergué la ilusión de encontrarme a Julio Iglesias bajando en batín a lo Hugh Hefner para despedir a la comitiva, pero en su lugar apareció un mayordomo a quien reconocí años más tarde presentando un libro de memorias, por no decir vergüenzas, del propio Julio Iglesias sin permiso de éste. Tras el susodicho mayordomo comenzaron a aparecer unos jóvenes, los mismos con quien había visto a Rafael Nadal en la cena, que se fueron despidiendo del escritor de memorias no autorizadas y entrando al bus por indicaciones mías. Al final llegó Nadal con una chica, su novia, y una señora, su madre, y se unieron al grupo.
El viaje había de durar un par de horas y enseguida comprendí una de las razones por las que había sido escogido para hacerles de guía, pues todo el grupo hablaba en catalán. Apenas me percaté de esa feliz coincidencia, los saludé con un “bon dia”, y arrancamos.
Recuerdo que hablamos de muchas cosas, me preguntaron por temas del país, costumbres, curiosidades, sorprendidos de lo que iban viendo por la ventana del autocar, cosas como ir cuatro o cinco personas en una moto, o el desorden infinito que supone cruzar un pueblo en este bendito país, y combinaban sus preguntas sobre República Dominicana con temas de actualidad y con preguntas a mí misma condición, qué hacía allí, o cómo había llegado, cosas muy habituales cuando te encuentras con gente de tu país. Aquel domingo jugaba el Barça contra el Sporting de Gijón, que hacía poco había fichado a Javier Clemente como entrenador con la vana esperanza de salvarse de un descenso seguro, y el tema de conversación se desvió hacia el santísimo fútbol. Rafael Nadal hizo un comentario sobre lo bien que le había caído Javier Clemente cuando lo conoció y sus amigos le recriminaron, entre risas, que él no tenía criterio para catalogar a nadie pues todo el mundo era amable con él por ser quien era. Ahí me atreví y le pregunté algo que me abrasaba la garganta, “¿cómo un deportista de su nivel y su trayectoria podía ser del Real Madrid?”, lo solté tal y como me vino a la cabeza, y las risas inundaron el bus. ¡Hasta aquí te lo tienen que decir!, le gritaban su entrenador, su fisio, y todos los que lo acompañaban. Vale decir que Nadal no me contestó, y se limitó a sonreír con franqueza.
Poco a poco nos fuimos acercando al punto de destino donde habían preparado un recibimiento al más puro estilo de Bienvenido Mister Marshall, algo que por otra parte era totalmente normal si tenemos en cuenta el calado del personaje. El bus fue entrando al recinto residencial, y cuando Nadal vio el panorama se levantó, se cambió la camiseta que llevaba por un polo de la marca correcta, vino a la parte delantera del vehículo y me pidió que no me parara, que siguiera adelante. Sorprendido, di las instrucciones al chófer y el autocar pasó de largo unos cincuenta metros de la zona preparada para su recibimiento, “prefiero que no esté mi familia”, me aclaró abarcando con los brazos a todos los que iban en el autocar. Paramos, bajé delante y él me siguió. La comitiva de recibimiento, aturdida en un inicio por el hecho de que no nos hubiéramos detenido frente al lugar donde lo esperaban, arrancó con fanfarria y baile en dirección al bus, de modo que cuando bajó Rafael Nadal con su uniforme correcto, la comitiva estaba casi encima del autocar. Cuando estuvo seguro de que los flashes no alcanzarían a su familia, Nadal se encaminó hacia ellos entre vítores de los asistentes, pero de repente, apenas a un par de metros de los patrocinadores, los músicos, los bailarines, la prensa, a tocar de los brazos abiertos y las manos tendidas que lo esperaban, Rafael Nadal se dio la vuelta y vino de nuevo hacia mí. Me pidió que bajara del bus, me abrazó y me dio las gracias.
No sé porque lo hizo, la verdad, pero su acto me pilló por sorpresa dejándome de piedra, tanto así que después de abrazar a aquel tipo forjado en acero puro, me sentí en el derecho de no volver a llamarlo Rafa nunca más, y sí Rafel, que es como lo conocen en realidad todos sus amigos. Ya sé que no soy su amigo, no lo he vuelto a ver, ni creo que lo haga jamás, pero aquel chico que no tenía ninguna necesidad de reconocer mi trabajo, dejó a todo el mundo esperando un momento y lo hizo. Aquel muchacho, que no tenía por qué aguantar bromas de un desconocido, no sólo las aguantó sino que participó en ellas, un multimillonario que no tenía por qué aguantar a un montón de gente que lo interrumpiera hasta el agotamiento mientras cenaba con sus amigos, y aún así lo hizo. Aquel chico, que se había sentado al final del bus entre su madre y su novia, y a quien ambas lo habían reprendido un par de veces por comentarios "jocosos", tuvo su último gesto de normalidad apenas un segundo antes de convertirse en la gran súper figura mundial que todo el mundo esperaba.
Al integrarse en la comitiva, el Rafa figura se comió al Rafel persona en una canibalización fascinante a la que asistí en primera persona, y ya metamorfoseado en súper figura mundial recibió de golpe miles de impactos de flash, elogios, gritos, fotos con y de los presentes (vale decir que yo no me hice una foto con él, ni me la hubiera hecho jamás en ese contexto), y aguantó con una profesionalidad increíble todo el acto publicitario. Recuerdo también que destacó algunas maravillas del país y dejó ir un par de cosas de las que habíamos comentado durante el trayecto. Cuando acabó, se fue con los patrocinadores a almorzar y yo me fui al buffet del hotel. Allí me encontré a su madre y su novia, que me reconocieron y me alentaron a compartir el almuerzo con ellas.
De esto hace ya cinco años, y desde entonces sólo lo he visto, como es normal y como casi todo el mundo, por TV. Como hoy, que por desgracia lo he visto perder de nuevo contra otro gran campeón, Roger Federer, en la misma cita, el Open de Australia, y cuyo recuerdo me ha llevado a hacer pública esta historia, pues me hubiera gustado muchísimo que alguien como él hubiera conseguido ese éxito, uno más que añadir a sus otros triunfos entre los que me atrevo a destacar la capacidad inmensa de ser Rafel y Rafa en una misma buena persona.