Una vez más, vamos cerrando un año de esos que nunca se nos irá del todo. Por lo que trajo de nuevo. Por lo que nos conservó. Por tantas cosas como se llevó que tampoco nos hacían ninguna falta. Por lo que nos obligará a echar siempre de menos. Por lo que nos regaló y no fue capaz de arrebatarnos. Por lo que supimos agradecerle y lo que no le agradecimos lo suficiente. Por lo que nos concedió de lo que pedimos y por lo que no. Por lo que, con tiempo, supo hacer mejor que nosotros mismos. Y, una vez más, por los pequeños detalles que lo coronaron y nos hicieron sentir felices durante tantos instantes.
La primera imagen de ese niño que nos tocó el alma y nos acercó la certeza de que también podemos ser infinitamente buenos. Su primera carcajada. Su primera caricia. Un reencuentro frente a un café tras seis años de ausencia y una merienda de orgullo. Despedir ese momento en el que temimos no tener nada que decirnos y que nos dejó el tintero a una sola palabra de rebosar. Aquel fin de semana que parecía que nunca iba a llegar y llegó. La playa después de un año. Una mirada al océano con ese punto de inmensidad en la retina y la arrolladora sensación de que todo es posible. Tener una semana y dejar simplemente que el tiempo pase durante siete días como si de aprovechar el tiempo no fuera siempre la vida. La primera vez que vimos Intocable. La segunda vez que vimos Intocable. Reconocer que lo bueno, si breve, se queda corto y ponerle solución. Times Square a las seis de la mañana. El descubrimiento de un texto que querríamos haber sido capaces de escribir y que nos hizo reir y llorar a un tiempo. Decir y escuchar "Te quiero" a la vez. Amanecer juntos. Anochecer juntos. La soledad a veces. Esa conversación a oscuras que nos iluminó el camino. Después, mirar hacia atrás y saber que lo peor ha pasado. Mirar hacia adelante con seguridad. La esperanza infinita de que lo mejor aún está por llegar incluso cuando la emoción resulta irreprimible. Una cena de navidad en julio porque nadie es quién para decirnos cuándo es Navidad. Reconciliarse puntualmente con los antiguos placeres sin entender por qué los llegamos a abandonar. Y perderse en el sinsentido de lo que sabe a viejo porque nos rejuvenece. Comer patatas asadas frente al fuego como cuando eso era todo. Viajar en cercanías. Comprar una postal en vacaciones y enviarla. Volver a leer un buen libro. En papel. Olvidar el móvil durante todo un día y sobrevivir. Y vivir, no para acabar con el hambre en el mundo, pero para hacer felices por un día a los que comieron con nosotros. La satisfacción de reír y haber conseguido que rían. O la de arrancarle una sonrisa a alguien para quien sonreír constituye algo extraordinario. El humor inagotable de este país al borde del agotamiento. Miles de personas ocupando la calle con un deseo en común y tomar conciencia de lo iguales que podemos ser con lo distintos que somos. Saborear esos privilegios sin garantía con los que nacimos y que para muchos son una meta por alcanzar. Sentirse bien de tanto en tanto. Sentirse vivo alguna vez. Saberse un afortunado casi siempre. Disfrutar de la oportunidad que nunca dejará de ser despertar cada día y soñar cada noche. Contar, en fin, con trescientas sesenta y cinco ocasiones cuajadas de momentos únicos que tampoco nos merecimos tanto, y desear, además, seguir siendo cuantos somos cada uno de enero.
Por lo que, de todo esto, nos traerá también el 2015, pero, sobre todo, porque nos lo hayamos ganado un poco más y mejor, ¡brindemos!
FELIZ AÑO NUEVO
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