A Rousseau no le importaban las incoherencias que podían surgir de su defensa coactiva de la libertad ni tampoco le daba miedo incurrir en otras contradicciones. De hecho, si a su juicio, y con su perspectiva terriblemente misógina, «razonar» envilece y afemina el alma y la orgullosa filosofía, señaló en otro pasaje, conduce al fanatismo{18}, bien podía Rousseau entonces elaborar, como así hizo, un canto poético a la libertad para a continuación proceder sin ningún miramiento a su negación.
Tamañas incongruencias explicarían por qué Rousseau redujo antidemocráticamente todas las cláusulas de su contrato social a una: a la obediencia, y por qué subrayaba de manera también antidemocrática que el asociado tenía que ceder, transmitir y, en suma, alienar todos sus derechos a favor de la comunidad, de manera que «consumándose la alienación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, y ningún asociado tiene ya nada que exigir: pues si a los particulares les quedasen algunos derechos, [...] el estado de naturaleza subsistiría y la asociación llegaría a ser necesariamente tiránica o inútil».{19}
La sumisión al Estado
Cuando se evaporaba el acuerdo común y el objetivo, en lugar de ser único, devenía plural, aparecía el desorden. Y para Rousseau el desorden social no solo era un problema de egoísmo. También constituía un inconveniente muy grave, surgido por el conflicto de intereses. Y esa pluralidad de intereses dentro del Pueblo impedía alcanzar la homogeneidad perfecta, por la que suspiraba él.{20}
Ante un planteamiento tan antiliberal como uniformizador, el pensador alemán Carl Schmitt (1988-1985) llegaría a considerar y muy seriamente que si la unanimidad de los asociados constituía el fin primigenio del Estado rousseauniano, entonces, se preguntaba Schmitt, ¿para qué mantener la ficción de que los seres humanos se reúnan, pacten un contrato social y organicen un Estado cuando todo esto no sirve de nada y lo que vale es la unidad y solo la unidad?{21}
Igual que el viejo Hobbes en su escrito El ciudadano (1642) hubo justificado el poder omnímodo del soberano y sentenciado que la libertad que exonera del cumplimiento de las leyes del Estado no pertenece a las personas, sino que «está reservada a los gobernantes», Rousseau retomaría la línea argumental de Hobbes y señalaría que «así como la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social otorga al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos».{22}
Con esta manera de pensar organicista y dictatorial, el disfrute personal de los derechos era, en Rousseau, una muestra de tiranía, mientras que la docilidad, la claudicación, en suma, la alienación jurídica constituían, a su juicio, señales inequívocas de perfección política. La sumisión, que no la libertad, era el hálito que animaba el pacto social de Rousseau. De ahí la sentencia rouseauniana de que «la obediencia a la ley es la libertad». De ahí que Benjamin Constant en una de sus conferencias más célebres anotara que Rousseau, que el abate Mably y otros más habían defendido «que los ciudadanos estén completamente sometidos para que la nación sea soberana, y que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre».{23}
Digno antecesor de Hegel
Desde la cultura del consenso, sobre la cual había en apariencia edificado su Contrato social, Rousseau no supo diferenciar entre legalidad y legitimidad. Y como al respecto no estableció ninguna distinción, no le quedó más remedio que alegar que los hombres tenían que someterse a los preceptos legales y obedecer los designios que marcaba la Ley, signo visible de la voluntad general. Y no solo porque habían renunciado dentro del Estado a todos sus derechos con tal de vivir asociados, sino también porque la Ley era, en opinión de Rousseau, una emanación perfecta del Todo, un símbolo del poder del Pueblo. Y desobedecer la Ley implicaba renunciar a la perfección inherente de la humanidad y, de paso, transgredir, repudiar y rechazar los fundamentos de la soberanía popular.
En medio de este gran enredo ideológico y lejos de separar el ámbito privado (de la moral) del espacio público (de la política) y, lo más importante, al margen de los argumentos que utiliza para maquillar su gusto por el despotismo, lo cierto es que Rousseau justificó el liberticidio en nombre del Todo. De ahí que su modelo populista abocara a la justificación de la tiranía y con estos argumentos:
1. es de suma importancia suprimir las voluntades particulares y, como las más y las menos se destruyen entre sí, argumentaba Rousseau, «quedará la voluntad general como suma de las diferencias»;
2. como la ley apunta al todo, no a los individuos, la voluntad general es «indivisible», «indestructible» e «indudable»;
3. si hay críticos u opositores al pacto, se debe proceder a su «exclusión»;
4. y si alguien ataca el derecho social, en nombre del Estado es lícito el castigo penal hasta hacer morir al culpable, pero no como Ciudadano, sino como enemigo: «et quand on fait mourir le coupable, c’est moins comme Citoyen que comme ennemi»;
5. «todos necesitan guías. Es preciso obligar a los unos a conformar sus voluntades a su razón, y enseñar al otro a conocer lo que quiere»;
6. al Estado le es legítimo el recurso de «la dictadura» para no debilitarse.{24}
Desde la intolerancia moral en su estadio más elevado, Rousseau incidió en las bondades del arquetipo de convivencia espartana. De este modo, cada sujeto había de vivir en, para y por el Estado y, sin titubeos, volcarse en el ordenamiento civil a fin de encontrar solamente en el ámbito de lo colectivo su desarrollo pleno. Con estas premisas, Rousseau aspiraba a alcanzar, como Hobbes, el horizonte comunitario de la uniformidad. Con estos mimbres, Rousseau creía políticamente beneficioso reunir en una la voluntad de todos los miembros que integraban el Estado. Con una ideología así, Rousseau opinaba que el Estado y el disfrute de los derechos individuales eran realidades tan incompatibles como mutuamente excluyentes.
De otro lado, y por el hecho de que estaba convencido de que la salud del Estado se materializaba en el vínculo de unidad que desprende esa persona colectiva soberana que es el Pueblo, Rousseau aceptó la identidad mística entre gobernante y gobernado. Rousseau admitió que existía «una justicia universal, emanada de la sola razón». Rousseau creyó que, como «la diferencia de un solo voto rompe la igualdad; [y] un solo opositor quiebra la unanimidad», en caso de litigio «lo que generaliza la voluntad es menos el número de votos cuanto el interés común que los une»; que «la ley de la pluralidad de sufragios [...] supone, al menos una vez, la unanimidad»; que la justicia «da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad que se desvanece en la discusión de todo asunto, por falta de un interés común que una e identifique la regla del juez con la de la parte»; y que «mientras más armonía exista en las asambleas, es decir, mientras más se acerquen las opiniones a la concordia, más dominará la voluntad general; mientras que los debates largos, las discusiones, el tumulto, anuncian la preponderancia de los intereses particulares y la decadencia del Estado».{25}
En resumidas cuentas: en el modelo político de Rousseau sólo había cabida para una sociedad musicalmente uniforme, no polifónica. Sólo lugar para un proyecto político de corte colectivista. De ahí la necesidad de obligar a los unos a conformar sus voluntades. De ahí que, ante actos de resistencia, oposición o rebeldía, cualquiera que se negara a obedecer a la voluntad general fuera obligado por todo el cuerpo. Y por dos motivos. En primer lugar, porque en opinión del ginebrino «en una legislación perfecta la voluntad particular o individual debe ser nula». Y, en segundo término, porque si los opositores no invalidan el pacto social, entonces no hay más que un contrato en el Estado que «excluye todos los demás», sentenciaba categóricamente Rousseau.{26}
Lo sagrado bajo nuevo formato
Suele admitirse que en Rousseau, también en Kant, «la libertad queda definida como un rasgo de la naturaleza humana que no es preciso ir a buscar como don divino [..., sino] dentro de un nuevo escenario: el diseño de la vida política, emancipada ahora de la religiosidad como moral exclusiva».{27} Esto es cierto, pero solo aparentemente, ya que filósofos, como Rousseau, en su crítica al credo tradicional no escondieron jamás el objetivo de construir una religión civil. Con lo cual, en las paredes de su moral supuestamente «racional» no hubo nunca signos reales de emancipación religiosa y más cuando vemos que no pocos pensadores mantenían, aunque en formato laico, todas las viejas prerrogativas de la fe, incluida la persecución al hereje.
Hay muchas pruebas al respecto, sobre todo tras analizar el empeño que muestra Rousseau a la hora, por un lado, de sustituir la fe cristiana e imponer, por otro lado, su concepción religiosa de lo civil. Recordemos que este pensador suizo señalaba que «quienes diferencian la intolerancia civil respecto de la intolerancia teológica se engañan». Recordemos que en su Contrato social había sostenido que «el orden social supone un derecho sagrado que [...] se funda en convenciones». Recordemos que su teoría del pacto giraba en torno al poder soberano del que, no es capricho, Rousseau predicaba que era «todo absoluto, sagrado e inviolable». Recordemos así mismo que Rousseau insistía en no poner jamás trabas «al sagrado poder de las leyes». Recordemos, en fin, que Rousseau habló de religión civil y, por convertirla en elemento consustancial del Estado, nos regaló perlas como éstas: «Hay, pues, una profesión de fe puramente civil cuyos artículos le pertenece al Soberano fijar, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales no se puede ser buen ciudadano ni súbdito fiel. Sin obligar a nadie a creer en ellos, puede desterrar a cualquiera que no los acepte; puede desterrarlo no como impío, sino como insociable, como [ser] incapaz de amar sinceramente las leyes, la justicia y de inmolar, en caso de necesidad, su vida en aras de su deber. Si alguien, después de haber reconocido públicamente estos mismos dogmas, se comporta como si no los creyera, que sea castigado con la muerte; él ha cometido el mayor de los crímenes, ha mentido ante las leyes».{28}
Muerte al enemigo
Rousseau inauguró la era del Estado «Iglesia». Y por reivindicar status de antifilósofo y situarse en un estado de inmunidad y superioridad moral creyó estar al margen de los errores del género humano y, por ende, buscó erigir, igual que las antiguas pitonisas, sus ideas sobre sí mismo, esto es, fuera del debate, más allá de la duda y del razonamiento. Es más, por el hecho de que sus pensamientos se fundan en un lenguaje-fósil que gira en torno a Esparta y Roma, Rousseau no solo es ajeno al mundo de la política moderna. Rousseau no solo es un crítico de las conquistas del parlamentarismo democrático de los siglos XVII y XVIII, sino que su concepción calvinista de la regeneración de la Humanidad desde el respeto sagrado a la nueva tradición que él impone, la ley del Estado, aboca a la dictadura.{29}
No obstante y pese a que el ginebrino reflotó, igual que Hobbes, las sentencias políticas del viejo Bodin, por ironías de la vida Rousseau ha pasado a la Historia como símbolo del progresismo en su nivel más avanzado e, incluso, hoy en las universidades es considerado el padre de la democracia, mientras que a Hobbes se le denigra y define como el ideólogo más recalcitrante y rancio del pensamiento político occidental. Lo cual no deja de ser, además de falso, un desatino: fijémonos en que Rousseau, al eliminar cualquier rastro de divergencia ciudadana, admitió perseguir el ateísmo ideológico y, de paso, matar a esos díscolos e incómodos Miguel Servet que aparecieran en su Estado; y bajo el argumento a priori de que «la voluntad general es siempre recta y tiende constantemente a la utilidad pública», defendería que quien transgrede la ley de la voluntad general acaba convirtiéndose en enemigo.
Y es que el suizo por cuestión ideológica justificaba que la relación con el poder fuese servilmente vinculante y, por serlo, no admitió la posibilidad de que hubiera adversarios, tampoco signos de prudencia, tolerancia e imparcialidad. Por eso, no solo procedía a atajar los delitos del pensamiento desde su raíz. Por eso, no solo prohibía la aparición de grupos y asociaciones que fuesen por caminos distintos a la dirección que marcaba la política «soberana». Sino que Rousseau a los opositores al pacto social les aplicaba la muerte civil. ¡Había que tratarlos como «extranjeros entre los ciudadanos»!{30}
Item más. Dado que la neutralidad era un acto que a Rousseau le asqueaba; dado que en su utopía solo cabía la adhesión en cuerpo y alma a los dogmas ideológicos del Estado; dado que en una situación de desacuerdo entre gobierno e individuos, la supervivencia del Estado era incompatible con la conservación de éstos; las relaciones entre Estado y vasallo, entre amo y administrado quedaban imperativamente claras. Y los gobernantes, gracias a los instrumentos del poder, disponían de la potestad de aplicar la muerte física conduciendo al cadalso a los (clasificados como) enemigos del Estado.{31}
Con esta racionalización de la legalidad; con esta defensa del asesinato del enemigo público; Rousseau caía en el dogmatismo más denso y, al emplear el derecho de guerra para dar muerte al perseguido y vencido, justificó (y puso los cimientos de) la violencia por parte del Estado siendo tristemente un precursor de los errores/horrores del Estado contemporáneo.
La cuestión, entonces, es la siguiente: en condiciones políticamente tan coactivas como las que plantea Rousseau, ¿era factible que los disidentes, una vez rotas las cláusulas del pacto social, lograran abandonar esa sociedad estatista y recobraran su libertad natural?, porque si el contrato social podía deshacerse tal y como había señalado Rousseau, ¿entonces cómo explicar el uso de medidas sumarísimas, es decir, cómo ampararse en la bondad punitiva de la normativa militar y proceder al exterminio de los acusados desde el argumento de que ponen en peligro el pacto social y sus instituciones?{32}
El pretexto que cohonestaba las purgas políticas en nombre del bien del Pueblo derivaba de la defensa de la libertad coactiva. Por tanto, como el contrato social tiene como meta la conservación de los contratantes, quien quiere el fin [= la conservación de los contratantes] quiere también los medios, y estos medios, decía Rousseau, son inseparables de algunos riesgos, incluso de algunas pérdidas en vidas humanas. Así razonaba este epígono y conspicuo sucesor de Calvino.{33}
Querencias de totalitarismo
En El Contrato social se insiste en más de 30 ocasiones en la obediencia. Quizá por eso, Rousseau aceptó con total naturalidad la aniquilación de las personas aduciendo que la vida «es un don condicional del Estado», amén de que no podía aceptar que alguien respirara dentro de los muros de la nación sin adherirse patrióticamente y con docilidad al Estado. Pero por otra parte, no lo olvidemos, por el hecho de que hizo un canto a la obediencia Rousseau hablará del rol del súbdito (sujet) y de cómo «las palabras Súbdito y Soberano son correlaciones idénticas cuya idea se integra únicamente bajo la palabra «ciudadano»«.{34}
María Teresa González Cortés